Jacob Jordaens (1593-1678)fue contemporáneo y luego sucesor de Rubens (1577-1640) en Amberes (Bélgica). Lo igualó en talento y fama. Su taller floreció hasta tal punto que se convirtió en uno de los notables más ricos de la ciudad. Criado como católico, se acercó al calvinismo bajo la influencia de su maestro, Adam van Noort, y especialmente de la hija mayor de este último, Catalina, que se convirtió en su esposa. Sin embargo, siempre mantuvo relaciones amistosas y deferentes con la Iglesia católica, que nunca dejó de honrarlo con prestigiosos encargos. Influido por Caravaggio y Rubens, Jordaens fue, sobre todo, él mismo. Supo sacar de su paleta, con virtuosismo atronador, un estilo y un universo completamente personal, donde cuerpos tan corpulentos como liberados, así como los rostros más carnosos y expresivos, magnifican una vitalidad que puede interpretarse a la vez como trivial y exaltada. Encontramos este estilo y este universo tan personal en esta Adoración de los pastores que adorna la portada de MAGNIFICAT de este mes. Sin embargo, en comparación con la manera de pintar habitual del maestro, la exuberancia está templada, en homenaje a la mansedumbre y humildad de la Sagrada Familia, virtudes que deben expresar no solo el misterio más grande de la historia de la humanidad, sino también la revelación más inconcebible de Dios mismo. Como siempre que pinta una Sagrada Familia, Jordaens toma como modelo a su propia familia: su esposa, sus hijos y él mismo. Y vemos que ya ha vivido, y saboreado, esos momentos benditos en los que toda la familia se reúne y se hace una en torno a un foco que es el recién nacido en brazos de su madre. Aquí, la expresividad de los rostros consigue una cercanía familiar con el espectador: como el pastor que ofrece un cuenco de leche de oveja, se le invita a entrar en este círculo donde se puede identificar a Dios en el más pequeño, el más vulnerable, el más indigente y, precisamente por eso, en el que más necesita ser amado. En la pared, a la derecha, sobre la cabeza de José, se extingue una vela, es la Ley de Moisés cuyas luces se apagaron cuando la Luz nacida de la Luz vino a cumplirla. En una jaula de mimbre, un gallo. Es la mañana de la Natividad del Señor, es de día, el cielo es azul, sin nubes antes de que los celos de Herodes lo oscurezcan con su tinta negra. A las 5:40 de la mañana, mientras el sol salía sobre el mundo, el gallo cantó el nacimiento del Salvador. En Roma en el siglo V, el papa Sixto III inauguró la venerable tradición de procesionar por la ciudad a medianoche el 24 de diciembre; esta procesión continuaba hasta el canto del gallo. Se celebraba entonces la misa de Navidad, a la misma hora en que nacía el divino Niño. Con el tiempo, esta tradición se fusionó con la de la Misa del Gallo. En España, la tradición de la Misa del Gallo, a la que se asiste después de celebrar la Nochebuena, ha continuado hasta nuestros días. Pero volvamos al arte de Jordaens, donde la carne es tan real que a menudo roza la provocación, poniéndonos cara a cara con nuestra humanidad en sus aspectos más triviales, incluso animales. Aquí, sin embargo, suavizada por la gracia de la Navidad, la corpulencia de la carne se convierte en el anuncio de una plenitud de vida. El Verbo se hizo carne. Jordaens puede y debe representar a Dios como se ha dado a sí mismo para ser representado: como un ser de carne. Como un niño con carne regordeta y rubicunda. La Palabra de Dios comenzó a expresarse a través de unos encantadores labios carnosos. Dios ha entrado en el tiempo, en la carne y ha entrado en la eternidad. Nadie mejor que Jordaens proclamó: «Creo en la resurrección de la carne». Pierre-Marie Dumont
[Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco]
DURANTE MUCHOS AÑOS,la historiografía hablaba de artes menores a la hora de referirse, entre otras manifestaciones artísticas, a la orfebrería. Hoy en día su reconocimiento es indiscutible, no solo por la riqueza de los materiales empleados, sino por la minuciosidad de su tratamiento y, sobre todo, por su relación con la liturgia. Así se aprecia en la custodia de la catedral de Toledo, una de las joyas más preciadas de su ajuar litúrgico, realizada entre 1515 y 1523. Se encargó su realización a Enrique de Arfe, un platero que había llegado desde Alemania y a quien se le encomendó diseñar un marco monumental para un ostensorio de gran valor histórico, ya que había pertenecido a la reina Isabel la Católica. En este sentido, también el oro empleado tenía su especial consideración histórica, ya que la tradición sostenía que había sido traído desde América.
Un personaje muy cercano a la reina, el cardenal Cisneros, hizo comprar el ostensorio en la almoneda de bienes de Isabel la Católica a fin de destinarlo a la Catedral Primada, donde todavía se contempla en la actualidad. Por tanto, a partir de siglo XVI en la misma pieza se da la intervención de dos grandes plateros: la mano de Jaume Aymeric en el ostensorio interior entre los años 1495 y 1499 y la de Enrique de Arfe en la estructura monumental de plata dorada, perlas y piedras preciosas añadida a partir de 1515.
La custodia exige una minuciosa contemplación para identificar un rico programa iconográfico que imprime su significado último a esta pieza en la que destaca la pericia técnica de ambos autores. En el diseño general de Arfe, se advierte la influencia de la arquitectura gótica en la tendencia a la altura, mediante formas caladas que simulan los pináculos exteriores de las grandes catedrales góticas.
Podríamos decir que la Sagrada Forma se expone en una pequeña microarquitectura de planta centralizada, forma asociada desde la antigüedad a monumentos de carácter conmemorativo. Además, la forma hexagonal se relaciona simbólicamente con la eternidad. El símbolo une la realidad material y la espiritual, como es propio de las obras creadas por y para la liturgia, en este caso para la exposición del Santísimo Sacramento. La monumentalidad del conjunto obedece a su carácter procesional, reservado esencialmente a la fiesta del Corpus Christi, donde la custodia recorre las calles de Toledo, convirtiéndose en imagen de la religiosidad del pueblo. Precisamente la definición de la custodia a modo de pequeño templete es uno de los aspectos más renovadores de Enrique de Arfe, ya que hasta entonces dominaban las custodias «de asiento» y el tratamiento monumental y de formas abiertas favorece la contemplación del Señor Sacramentado desde distintos puntos de vista, no únicamente desde el frente del monumento.
La pieza está trabajada con sumo cuidado, conformando un programa iconográfico unitario, donde se suman figuras presentativas y escenas narrativas; Antiguo y Nuevo Testamento se funden para completar la historia de la salvación. Los episodios recreados a modo de cuadros independientes se disponen en el basamento, conformando un relato gráfico de la pasión de Cristo, desde el prendimiento hasta la resurrección, que nos recuerda cómo Cristo, antes de su glorificación, ha sufrido los escarnios de la pasión. Alternando con estas escenas, se representa a diversos profetas: Amós, Miqueas, Sofonías, Nahum, Habacuc, Oseas, Ageo, Malaquías, Abdías, Joel, Zacarías y Jonás.
Entre las tracerías que se van escalonando en altura asoman los apóstoles unidos a una selección de santos: san Cristóbal, san Miguel arcángel, san Sebastián, san Jorge, san Demetrio, san Mercurio y otros santos locales, como el patrono de Toledo, san Ildefonso, que no puede faltar por la identificación de la custodia con la catedral y ciudad para la que es realizada. Tampoco se olvida entre las figuras de bulto redondo la presencia de la Virgen, cuyo fíat dio continuidad a la historia de salvación.
En el eje central, sobre la cupulilla estrellada de terceletes que cubre el ostensorio, destaca con mayor protagonismo Cristo resucitado, bendiciendo a quien contempla la custodia y portando la cruz como estandarte triunfal. El tratamiento de su anatomía y de los pliegues del manto que lo reviste revelan la inspiración del platero en modelos flamencos coetáneos. La minuciosidad de Arfe le lleva a completar su obra con motivos vegetales que traban la unidad compositiva de la pieza, desde el basamento hasta el remate superior, donde se incluye una pequeña campana, pensada para advertir del paso de la custodia en sus salidas procesionales. A lo largo de la custodia, que supera los tres metros de altura, entre los roleos y zarcillos, también se disponen ángeles que portan los símbolos de la pasión, incensarios y campanillas en armonía con el resto del programa iconográfico y con la solemne función de la pieza destinada a la veneración del Señor Sacramentado. La custodia de Arfe es la obra cumbre de una producción que tuvo sus precedentes más destacados en las realizadas para el monasterio de San Benito, en Sahagún (León), y para la catedral de Córdoba, y consagró a Enrique de Arfe como uno de los orfebres más sobresalientes en la asimilación del lenguaje flamenco-borgoñón en el arte español del primer cuarto del siglo XVI, y su obra supuso la introducción del primer renacimiento. Su repertorio podría haber sido mayor, ya que se han conservado proyectos de otras obras que finalmente no vieron la luz. Nacido cerca de Colonia, es muy probable que su formación comenzara en un obrador local, para perfeccionarse probablemente con posterioridad en Aquisgrán, que desde época carolingia había brillado como gran centro de las artes del metal, prolongándose este esplendor en el taller de Hans von Reutlingen (1492-1524). Enrique de Arfe fue el iniciador de una importante saga de orfebres, como demuestra la obra de hijos y nietos, que dieron continuidad a un ilustre taller. Enrique de Arfe forma parte del elenco de maestros que, especialmente a partir del siglo XV, llegaron desde el norte de Europa para participar del renacer artístico que se vivía en Castilla. De hecho, nuestro protagonista se estableció en León en 1500 y a los pocos meses, el 21 de enero de 1501, recibió el encargo de una custodia para la catedral de León, quizá por la influencia de su suegro, Diego Copín de Holanda, que por entonces tallaba la sillería del coro catedralicio de dicha ciudad. En este sentido, se conservan documentos que atestiguan la dificultad de compatibilizar su asentamiento en León con las estancias exigidas por el trabajo en otras ciudades, como Córdoba y Toledo.
En todas sus obras, especialmente en esta que contemplamos, Enrique de Arfe atestigua una gran pericia técnica en la fundición de las figuras, consiguiendo un gran realismo en el tratamiento de los distintos personajes y escenas, para lo que utilizaba el cincel en el retoque final de los detalles. A esto se suma la complejidad de programas iconográficos que sintetizan la historia de la salvación, convirtiendo la pequeña construcción de la custodia en imagen de la Jerusalén Celeste en la tierra, centralizada por Cristo Sacramentado, verdadero protagonista de la obra.
María Rodríguez Velasco Profesora de Historia del arte, Universidad CEU San Pablo, Madrid
Jacob Jordaens (1593-1678) fue contemporáneo y luego sucesor de Rubens (1577-1640) en Amberes (Bélgica). Lo igualó en talento y fama. Su taller floreció hasta tal punto que se convirtió en uno de los notables más ricos de la ciudad. Criado como católico, se acercó al calvinismo bajo la influencia de su maestro, Adam van Noort, y especialmente de la hija mayor de este último, Catalina, que se convirtió en su esposa. Sin embargo, siempre mantuvo relaciones amistosas y deferentes con la Iglesia católica, que nunca dejó de honrarlo con prestigiosos encargos.
Influido por Caravaggio y Rubens, Jordaens fue, sobre todo, él mismo. Supo sacar de su paleta, con virtuosismo atronador, un estilo y un universo completamente personal, donde cuerpos tan corpulentos como liberados, así como los rostros más carnosos y expresivos, magnifican una vitalidad que puede interpretarse a la vez como trivial y exaltada.
Encontramos este estilo y este universo tan personal en esta Adoración de los pastores que adorna la portada de MAGNIFICAT de este mes. Sin embargo, en comparación con la manera de pintar habitual del maestro, la exuberancia está templada, en homenaje a la mansedumbre y humildad de la Sagrada Familia, virtudes que deben expresar no solo el misterio más grande de la historia de la humanidad, sino también la revelación más inconcebible de Dios mismo.
Como siempre que pinta una Sagrada Familia, Jordaens toma como modelo a su propia familia: su esposa, sus hijos y él mismo. Y vemos que ya ha vivido, y saboreado, esos momentos benditos en los que toda la familia se reúne y se hace una en torno a un foco que es el recién nacido en brazos de su madre. Aquí, la expresividad de los rostros consigue una cercanía familiar con el espectador: como el pastor que ofrece un cuenco de leche de oveja, se le invita a entrar en este círculo donde se puede identificar a Dios en el más pequeño, el más vulnerable, el más indigente y, precisamente por eso, en el que más necesita ser amado.
En la pared, a la derecha, sobre la cabeza de José, se extingue una vela, es la Ley de Moisés cuyas luces se apagaron cuando la Luz nacida de la Luz vino a cumplirla. En una jaula de mimbre, un gallo. Es la mañana de la Natividad del Señor, es de día, el cielo es azul, sin nubes antes de que los celos de Herodes lo oscurezcan con su tinta negra. A las 5:40 de la mañana, mientras el sol salía sobre el mundo, el gallo cantó el nacimiento del Salvador. En Roma en el siglo V, el papa Sixto III inauguró la venerable tradición de procesionar por la ciudad a medianoche el 24 de diciembre; esta procesión continuaba hasta el canto del gallo. Se celebraba entonces la misa de Navidad, a la misma hora en que nacía el divino Niño. Con el tiempo, esta tradición se fusionó con la de la Misa del Gallo. En España, la tradición de la Misa del Gallo, a la que se asiste después de celebrar la Nochebuena, ha continuado hasta nuestros días.
Pero volvamos al arte de Jordaens, donde la carne es tan real que a menudo roza la provocación, poniéndonos cara a cara con nuestra humanidad en sus aspectos más triviales, incluso animales. Aquí, sin embargo, suavizada por la gracia de la Navidad, la corpulencia de la carne se convierte en el anuncio de una plenitud de vida. El Verbo se hizo carne. Jordaens puede y debe representar a Dios como se ha dado a sí mismo para ser representado: como un ser de carne. Como un niño con carne regordeta y rubicunda. La Palabra de Dios comenzó a expresarse a través de unos encantadores labios carnosos. Dios ha entrado en el tiempo, en la carne y ha entrado en la eternidad. Nadie mejor que Jordaens proclamó: «Creo en la resurrección de la carne».
Pierre-Marie Dumont
[Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco]
• La adoración de los pastores, Jacob Jordaens (1593-1678), colección particular. © Christie’s/Artothek/La Colección.
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