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El gran misterio de la familia
Pierre-Marie Dumont

Crucifixión, Ca. 1540
Atribuida a Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564)
En la catedral de Santa María de la Redonda (Logroño) se conserva una Crucifixión tradicionalmente atribuida a Miguel Ángel, el artista florentino que se convirtió en uno de los grandes renovadores del Cinquecento italiano. Aunque él se definía ante todo como escultor, su carácter polifacético y ambicioso le llevó a cultivar la arquitectura y la pintura. En esta última faceta, se hizo mundialmente conocido por sus intervenciones en la Capilla Sixtina, ya que, como señala Vasari en sus Vidas de artistas (1550), al darse a conocer este espacio redecorado «quienes lo veían quedaban atónitos y mudos».
Tanto en la bóveda, realizada para Julio II entre 1508-1512, como en la reinterpretación del Juicio final del testero (1536-1541), Miguel Ángel puso de manifiesto el valor que para él tenía la inventio, la imaginación, capaz de superar la mera imitación de la naturaleza. Precisamente, en los años transcurridos entre ambas colaboraciones, se aprecia también una evolución en la concepción de Miguel Ángel sobre la belleza, partiendo de la idealización y la proporción perfecta de sus primeras obras, para trascender estos valores efímeros y alcanzar la belleza espiritual. Así lo expresaba Miguel Ángel en los poemas que escribió a Victoria Colonna, destacada en los círculos intelectuales de la Roma del siglo XVI y protagonista indirecta de la pintura que nos ocupa.
Colonna se desposó con Francisco Fernando de Ávalos, marqués de Pescara, de ascendencia riojana, destacado oficial del ejército de Carlos V. Fue al servicio del rey, en el transcurso de la Batalla de Pavía (1525), cuando este noble cayó mortalmente herido, lo que sumió a su joven viuda en una profunda tristeza, ahondando en su vida de fe, tal como revelan los poemas y epístolas que intercambió con Miguel Ángel, a quien conoció en Roma en 1539. Desde entonces fue retratada por el maestro en diversos dibujos. Era tal su admiración por el artista que, un año más tarde, le pidió una pequeña pintura de la crucifixión para que presidiera su oratorio y le ayudara en su oración contemplativa sobre la pasión de Cristo, a la que dedicó varios de sus poemas a partir de 1540. No es la única pintura que Miguel Ángel realizó para esta dama, ya que también le entregó una Samaritana y una Piedad.
De la Crucifixión se conservan al menos dos bocetos, probablemente realizados para recibir el visto bueno de la comitente antes de abordar la pintura definitiva. En estos dibujos se advierte cómo Miguel Ángel pensó inicialmente una composición simplificada, con la figura de Cristo como principal protagonista. En estas primeras versiones se introdujeron ya los ángeles, con los mismos gestos que se trabajarán en la pintura definitiva, y también la calavera a los pies de la cruz. Quizá fueran las indicaciones de Colonna las que llevaron a Miguel Ángel a enriquecer la escena con nuevos personajes en la imagen que actualmente conocemos.
La figura de Cristo obedece al tipo iconográfico de tres clavos, con una notable torsión en la anatomía, que se traduce en un intenso dramatismo, inspirado en la famosa escultura helenística de Laocoonte y sus hijos que Miguel Ángel había estudiado en las colecciones vaticanas. El escorzo del torso y la disposición de las piernas acentúan la tridimensionalidad de la figura, acercándose a la concepción escultórica que había encumbrado al maestro florentino. En su tratamiento de la figura de Cristo, Miguel Ángel evidencia su dominio de la anatomía, con trazas realistas y precisas, que a su vez se hacen eco de la terribilitá de sus esculturas coetáneas, consistente en captar la tensión interior de las figuras a través de venas y músculos.
El pintor reduce el paño de pureza, trabajado a partir de veladuras, para evidenciar el modelado del desnudo, que comenzó a estudiar, cuando todavía era un niño, mediante la copia de esculturas grecolatinas en los jardines de los Médici. El resultado se aleja notablemente del crucifijo de madera que el artista había tallado en sus comienzos artísticos, en 1492, para la sacristía de la basílica del Santo Spirito (Florencia). Allí todo es serenidad, aquí dominan el dinamismo y la expresividad. Llama la atención la mirada de Cristo a lo alto, quizá como reflejo de su última invocación: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).
La satisfacción de Victoria Colonna cuando vio terminada su pintura en 1540 se hizo evidente en la carta que dirigió al artista: «Confiaba yo sobre manera que Dios os daría una gracia sobrenatural para hacer este Cristo; después de verlo tan admirable que supera, en todos los aspectos, cualquier expectativa; porque, animada por vuestros prodigios, deseaba lo que ahora veo maravillosamente realizado y que es la suma de la perfección, hasta el punto de que no se podría desear más, y ni tan siquiera desear tanto».
A los pies de la cruz, su Madre y el discípulo amado evocan las palabras que Cristo les dirige antes de morir: «Mujer, ahí tienes a tu hijo; luego dijo al discípulo: Ahí tienes a tu Madre» (Jn 19,26), reseñando el papel de la Virgen en el nacimiento de la Iglesia. La Virgen no puede desviar la mirada de su Hijo, diferenciándose de las fórmulas iconográficas de la Baja Edad Media que la presentaban desmayada de dolor. Su sufrimiento se plasma en el rictus del rostro y el gesto exclamativo de su mano derecha, que contrasta con la izquierda, sobre su pecho, como signo de aceptación. El paso del tiempo ha revelado en este punto un arrepentimiento respecto a la mano de la Virgen inicial, dirigida hacia Cristo.
Mayor teatralidad encontramos en la imagen de san Juan, incrédulo ante el fin de su Maestro. En correspondencia con la Virgen y el discípulo, los ángeles también revelan la contraposición entre el dolor contenido y el teatral, destacando el gesto indicativo hacia la llaga del costado de Cristo, de la que brotan agua y sangre, símbolos de bautismo y Eucaristía. Mientras la imagen sufriente de Cristo revela su naturaleza humana, los ángeles nos recuerdan su naturaleza divina, a la par que aportan mayor solemnidad a la pintura.
La tradición sostiene que, una vez fallecida Victoria Colonna en 1547, Miguel Ángel retomó la pintura para introducir a María Magdalena, arrodillada a los pies de la cruz, sintetizando en sus brazos abiertos los distintos planos de la composición. Su presencia se convierte en signo de conversión, arrepentimiento y perdón. La mano izquierda de María Magdalena nos conduce hacia un símbolo que enriquece, más si cabe, el significado último del episodio representado. Se trata de la calavera que, inspirada en los textos de la tradición cristiana, evoca a Cristo como el nuevo Adán que redime el pecado. En el otro extremo de la cruz, la cartela con la inscripción INRI nos recuerda que Jesús había sido condenado por proclamarse «rey de los judíos», una realeza referida por la corona de espinas. En consonancia con esta idea, en el cuello de Cristo se advierte la inscripción el gibor, es decir, «Dios todopoderoso».
La monumentalidad de los protagonistas apenas nos permite apreciar las arquitecturas esbozadas en el fondo de paisaje, donde los trazos de una rotonda nos llevan al Santo Sepulcro de Jerusalén. Frente a la precisión de las figuras, el fondo queda prácticamente anulado por una luz dorada, de carácter trascendente, evocación del eclipse que se produjo en el instante de la muerte de Cristo.
Hoy en día no hay unanimidad en cuanto a la atribución de esta pintura, pues mientras se defiende que llegó a Logroño de mano del obispo Pedro González del Castillo, gran coleccionista de arte, para decorar su capilla funeraria en la girola de la catedral riojana, no son pocos los que lo ponen en duda para señalar que se trata de una copia del original miguelangelesco.
María Rodríguez Velasco - Profesora de Historia del arte, Universidad CEU San Pablo, Madrid
Crucifixión, Ca. 1540 - Atribuida a Miguel Ángel Buonarroti (1475-1564), Catedral de Santa María de la Redonda, Logroño. ©Dominio público.
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Eduard Steinbrück (1802-1882) es un pintor alemán de la Escuela de Düsseldorf. En su tiempo, gozó de gran fama y tuvo una importante influencia sobre la pintura de mediados del siglo XIX, especialmente en Estados Unidos. Aunque su padre, un rico hombre de negocios, era un francmasón comprometido, el joven Eduard
se convirtió pronto en un devoto protestante evangélico bajo la influencia Friedrich Schleiermacher, el teólogo de la mediación. Tras una larga maduración interior y de apasionados debates con sus maestros y pastores protestantes amigos, poco a poco se convirtió al catolicismo. No dio el paso públicamente hasta los 56 años. Se
dice que su decisión final de «regresar a nuestra gran casa familiar» fue tomada después de leer un libro de Clemens Brentano sobre la vida de la mística Ana-Catalina Emmerich.
La admirable vocación de san José
Eduard Steinbrück se formó en el estudio del pintor neoclásico Karl Wilhelm Wach, alumno de David y admirador de Rafael. Después, se trasladó a Roma para completar su formación. A la vuelta de la Ciudad Eterna, se casó y dos años más tarde, en 1832, regresó a Roma para pintar la obra que contemplamos en la portada de Magnificat de este mes: La Virgen con el Niño en el taller. Su esposa Amalia y su primogénito fueron sus modelos. El artista puso todo su corazón en esta celebración familiar donde, al igual que san José, él tampoco aparece en el cuadro. Nos toca a nosotros, los espectadores, descubrir que la admirable vocación
de san José, el triunfo de la humildad, es celebrada sublimemente por la gran puerta abierta a su estudio, del que sale su esposa, la Madre de Dios que, en la gloria de su virginidad, entrega al mundo a su primogénito.
Se podría pensar que Steinbrück pintó esta obra como si, siendo alumno en el estudio del Perugino, hubiera sido asignado al mismo caballete de Rafael. Sin embargo, incluso en este homenaje a Il divino, Steinbrück no puede evitar ser hijo de su tiempo, tanto a la hora de expresar su alma romántica como de inspirarse
en la corriente artística tardía de los pintores nazarenos. El objetivo de los llamados artistas «nazarenos» era renovar la pintura académica clásica desde el espíritu del cristianismo tomando como modelo a los maestros medievales.
Así, en esta obra que a primera vista podría pasar por ser el brillante plagio de un Rafael de los primeros años, el estilo es más suave y reservado; la paleta de colores, si bien retoma la tonalidad del maestro de Urbino, rechaza su estridente transparencia; las expresiones de los rostros son encantadoras, pero muy introspectivas; el parterre de florecitas y la vid trepadora evocan las miniaturas de los libros de horas: este tratamiento típicamente «nazareno» pretende dar a esta escena de la vida cotidiana una dimensión sobrenatural, al tiempo que rechaza el lenguaje de la distancia alegórica.
Él solo espera una señal nuestra
Si bien el rostro de María está sumido totalmente en la contemplación interior de las maravillas que el Señor hizo por ella, el divino Niño, en cambio, deliberadamente se vuelve con su mirada y sus gestos hacia nosotros, los espectadores, como diciéndonos que solo está esperando una señal de amor nuestra para arrojarse a nuestros brazos y entregársenos del todo. ¿Cómo resistirse?
Al celebrar la fiesta de «san José obrero» en el primer día del mes de María, esta obra resulta maravillosamente adecuada para acompañar nuestra contemplación de la dimensión conyugal y familiar del gran misterio de la salvación.
Pierre-Marie Dumont
Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco
La Virgen con el Niño en el taller (1832), Eduard Steinbrück (1802-1882), Museo de Hannover, Alemania. © Landesmuseum Hannover/Artothek/La Collection.
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