Maurice Denis (1870-1943) es, con Sérusier y Gauguin, uno de los fundadores del movimiento de los «Nabis» («Profetas» en hebreo). En reacción contra el academicismo, el fotografismo y el impresionismo, este movimiento aboga por un retorno al pensamiento creativo y a la emoción para devolver al arte su vocación sagrada, que es expresar la dimensión espiritual y poética de la naturaleza y, por lo tanto, de la existencia humana. «Proscribo el realismo porque es prosa y quiero sobre todo música y poesía», decía Maurice Denis. Y añadía: «El arte es una creación del espíritu de la que la naturaleza es solo la ocasión».
En 1908, Maurice Denis compró una casa en Perros-Guirec con impresionantes vistas del mar donde Pasó un largo verano
con su esposa Marthe y sus nueve hijos. Es allí donde cada año, los días 14 y 15 de agosto, la familia Denis participa en las procesiones y festividades de «Los Perdones», una fiesta anual celebrada en honor del patrono de una iglesia o capilla; en este caso, se celebra en honor de Nuestra Señora de la Claridad, a la que se invoca para la salvación de los marineros desaparecidos en el mar. Los Perdones, prohibidos con pena de muerte durante la Revolución, gozaron de un nuevo fervor que continúa hoy, gracias a la renovación espiritual que marcó la segunda mitad del siglo XIX. Aunque en nuestros días su carácter sagrado se diluye en la dimensión folclórica que ha adquirido, los Perdones siguen siendo a menudo, esencialmente, «fiestas del alma» respetadas, populares y vivas.
Los Perdones tienen su origen en las organizaciones benéficas y hermandades de cofrades, afiliados según sus propios oficios o vocaciones. Los cofrades se ponían bajo la protección de un santo al que mostraban una devoción particular. Tenían que ser solidarios, ayudarse y asistirse, y al mismo tiempo extender estas generosas disposiciones a todos los necesitados. Pronto, las cofradías establecieron la tradición de reunirse una vez al año, el día de su fiesta patronal, para perdonarse unos a otros, enterrar viejas rencillas y celebrar su unidad en la fraternidad cristiana. Esta dimensión del perdón mutuo, inspirada en la segunda petición del Padre nuestro, fue luego enriquecida por los clérigos con un enfoque más penitencial. Para ello, las fiestas patronales fueron dotadas de generosas indulgencias para significar el perdón concedido
a los fieles por el ministerio de la Iglesia. Ello ha propiciado que «perdón», «confesión» e «indulgencias» se perciban en
la práctica como sinónimos.
En la obra que ocupa la portada de este mes, la procesión, tras salir del santuario, llega al así llamado montículo de la Claridad. Allí, un calvario erigido como un faro desafía la ira del océano. La procesión tiene lugar según un ritual inmutable: en la cabecera, la cruz procesional, seguida por el estandarte con la efigie de Nuestra Señora de la Asunción. En la parte posterior, enmarcada por velas, sobre un varal se muestra la estatua dorada de Nuestra Señora de la Claridad. El honor de llevarla a hombros recae sobre unas niñas, cuya piedad y pureza son puestas como ejemplo. Rodeados por niños del coro, los oficiantes cierran la marcha, con las reliquias consagradas de los santos patronos de las diferentes parroquias y cofradías.
En esta pintura bañada por la luz menguante de la puesta de sol, el pintor ha representado a la Virgen María elevada al cielo por dos ángeles. Ella eleva sus brazos hacia el cielo para interceder sobre el mundo, signo de protección perpetua.
Pierre-Marie Dumont
Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco
El retablo mayor de la basílica de Nuestra Señora del Pilar (Zaragoza) consolidó a Damián Forment como gran escultor en la transición entre el gótico tardío y el renacimiento en España. Fue este el primer gran encargo que recibió el artista tras abandonar su Valencia natal, donde se había formado con su padre, carpintero, y con su hermano Onofre, con quienes había colaborado en proyectos anteriores. Cuando fue llamado a Zaragoza, Forment debía realizar el retablo de una construcción que sustituía a un santuario mariano anterior, arrasado por un incendio en 1435.
Inicialmente, el cabildo únicamente contrató con él el banco o predela, en alabastro policromado, que había de contar con siete hornacinas. En el contrato, firmado el 1 de mayo de 1509 ante el notario Miguel de Villanueva, se comprometió a completar su obra en tres años, a cambio de 1150 escudos de oro. Al cabo del tiempo estipulado, Forment presentó siete escenas narrativas que exaltaban por igual a Cristo y a su Madre: Abrazo de san Joaquín y santa Ana en la Puerta Dorada de Jerusalén, Anunciación, Visitación, Adoración de los pastores, Adoración de los magos, Piedad y Resurrección de Cristo.
En estos relieves, hacía gala de un rico repertorio de motivos ornamentales, en los que ya daba cabida a elementos propios del renacimiento, que podrían avalar una posible estancia del artista en Italia, extremo propuesto por Giuseppe Martínez, pintor y tratadista del siglo XVII. Es digno de mención que, entre los citados episodios, en el basamento del retablo, Damián Forment introdujera dos medallones, con el retrato de su esposa, Jerónima Alboreda, y con el suyo propio, rodeado de sus instrumentos de trabajo, lo que pone de manifiesto una nueva valoración del artista y de la nobleza de su obra.
La satisfacción del cabildo al ver terminada esta primera parte le llevó a firmar un segundo contrato con el escultor, el 8 de marzo de 1512, a fin de que culminara la totalidad del retablo, estipulando para ello un plazo de siete años y advirtiéndole que debía ser mejor que el realizado en la Seo del Salvador, también en Zaragoza. Damián Forment aceptó la propuesta, para lo que precisó nuevos colaboradores, entre los que cabe citar al escultor Miguel Arube, a los canteros Miguel Árabe y Juan de Segura, o al carpintero Juan Vierto, autor del guardapolvo de la pieza. Sabemos que la obra se realizaría también en alabastro, gracias a los 4000 ducados donados por el rey Fernando II de Aragón y su segunda esposa, doña Germana de Foie.
Obedeciendo a la advocación mariana de la basílica, en el cuerpo central del retablo advertimos las siguientes escenas: Presentación de Jesús en el templo, Asunción y Nacimiento de la Virgen. Nos detenemos a contemplar la imagen central, propia de la glorificación de María, que muestra que el escultor conocía las nuevas fórmulas de representación de este tema propias del renacimiento, frente a composiciones anteriores al siglo XV, cuando era frecuente que este instante se sumara al de la dormición de la Virgen, incluso en la misma composición, tal como se repite en los tímpanos de las catedrales góticas.
Damián Forment ordena los personajes en dos realidades, la terrenal y la celestial, vinculadas por la centralidad de la Virgen. En la parte inferior, el sepulcro queda casi oculto por la presencia de los apóstoles, como testigos del misterio, trabajados con una notable volumetría y con un dinamismo que determina la sucesión de planos en profundidad, desde el personaje que en primer término da la espalda al espectador. Junto a él, a nuestra izquierda, encontramos a Santiago el Mayor, revestido como anacrónico peregrino, tocado con el sombrero de ala ancha, con la vieira prendida, y apoyado en el bordón del que pende la calabaza para el agua.
Su protagonismo en este retablo, dado que también lo encontramos cerrando la predela en una monumental figura, nos ayuda a hacer memoria de que, durante su predicación en Hispania, se le apareció la Virgen en Zaragoza, a orillas del Ebro. En cualquier caso, la presencia de los apóstoles obedece al apócrifo de Juan de Tesalónica, donde podemos leer: «Cuando fuimos a abrir la sepultura con intención de venerar el precioso tabernáculo de la que es digna de toda alabanza, encontramos solo los lienzos, pues había sido trasladada a la eterna heredad por Cristo Dios, que tomó carne de ella». Los gestos y miradas ascendentes, así como el eje central marcado por el apóstol de primer plano, conducen nuestra mirada hacia la Virgen, verdadera protagonista.
La Virgen presenta un lenguaje escultórico diferenciado, más estático y de mayor hieratismo, lo que nos habla de la intervención de distintas manos. Su figura serena es ayudada por los ángeles en su elevación al cielo, en una tipología, orante y coronada por doce estrellas, que parece anticipar la de la Inmaculada Concepción, más propia de los repertorios barrocos.
La solemnidad del instante es acentuada por la multiplicación de ángeles, entre los que destacan los músicos y los querubines, en simétrica disposición y en consonancia con el apócrifo asuncionista del Pseudo José de Arimatea, al narrar que «dio comienzo la asunción al cielo de la bienaventurada Virgen María entre salmodias, himnos y los ecos del Cantar de los cantares». También san Juan, arzobispo de Tesalónica, indica que «el Señor y los ángeles por su parte se paseaban sobre las nubes y cantaban himnos y alabanzas sin ser vistos. Solamente se percibía la voz de los ángeles». A este respecto, se suma el apócrifo de san Juan evangelista añadiendo que «por tres días consecutivos se oyeron voces de ángeles invisibles que alababan a su Hijo, Cristo nuestro Dios».
Precisamente en estos relatos se anuncia la figura que preside todo el conjunto, Dios Padre, con los brazos abiertos, acogiendo a la Virgen. Bajo su amparo, la paloma, símbolo del Espíritu Santo, introduce un sentido trinitario en la composición. Precisamente esta idea se completa de forma indirecta o simbólica mediante el expositor, o vidriera, que separa a la Virgen del Padre. Este elemento, signo de identidad de los retablos aragoneses, servía para la exposición del Santísimo Sacramento, haciendo de esta forma presente al Hijo, subrayando la estrecha relación entre la liturgia y el arte. La unidad del programa iconográfico, a pesar de la diversidad de manos, responde a la coordinación de Forment, quien realizó al menos dos diseños previos de gran precisión: uno seguramente destinado a la aprobación por parte del cabildo y el segundo, realizado a carboncillo, que se disponía en el muro del obrador del propio Forment.
El cielo y la tierra se funden en esta composición enmarcada por un rico dosel gótico, en un retablo donde podría hablarse de horror vacui, con multiplicación de pequeñas imágenes de santos, profetas, virtudes… en su estructura, entre un entramado de formas vegetales que entroncan con el gótico hispano del siglo XV y nuevas formas inspiradas en el incipiente renacimiento, ya que además Forment utilizaba a menudo modelos de Leonardo da Vinci y de Alberto Durero. Precisamente esta asimilación del nuevo lenguaje artístico consolidó a Damián Forment como gran escultor, lo que le procuró, desde 1518, un sinfín de encargos. Sin duda, esto sería valorado por el tasador del retablo del Pilar, Felipe Bigarny, quien desde finales del siglo XV trabajaba con esta simbiosis de lenguajes y repertorios.
María Rodríguez Velasco Profesora de Historia del arte, Universidad CEU San Pablo, Madrid
Maurice Denis (1870-1943) es, con Sérusier y Gauguin, uno de los fundadores del movimiento de los «Nabis» («Profetas» en hebreo). En reacción contra el academicismo, el fotografismo y el impresionismo, este movimiento aboga por un retorno al pensamiento creativo y a la emoción para devolver al arte su vocación sagrada, que es expresar la dimensión espiritual y poética de la naturaleza y, por lo tanto, de la existencia humana. «Proscribo el realismo porque es prosa y quiero sobre todo música y poesía», decía Maurice Denis. Y añadía: «El arte es una creación del espíritu de la que la naturaleza es solo la ocasión».
En 1908, Maurice Denis compró una casa en Perros-Guirec con impresionantes vistas del mar donde Pasó un largo verano
con su esposa Marthe y sus nueve hijos. Es allí donde cada año, los días 14 y 15 de agosto, la familia Denis participa en las procesiones y festividades de «Los Perdones», una fiesta anual celebrada en honor del patrono de una iglesia o capilla; en este caso, se celebra en honor de Nuestra Señora de la Claridad, a la que se invoca para la salvación de los marineros desaparecidos en el mar. Los Perdones, prohibidos con pena de muerte durante la Revolución, gozaron de un nuevo fervor que continúa hoy, gracias a la renovación espiritual que marcó la segunda mitad del siglo XIX. Aunque en nuestros días su carácter sagrado se diluye en la dimensión folclórica que ha adquirido, los Perdones siguen siendo a menudo, esencialmente, «fiestas del alma» respetadas, populares y vivas.
Los Perdones tienen su origen en las organizaciones benéficas y hermandades de cofrades, afiliados según sus propios oficios o vocaciones. Los cofrades se ponían bajo la protección de un santo al que mostraban una devoción particular. Tenían que ser solidarios, ayudarse y asistirse, y al mismo tiempo extender estas generosas disposiciones a todos los necesitados. Pronto, las cofradías establecieron la tradición de reunirse una vez al año, el día de su fiesta patronal, para perdonarse unos a otros, enterrar viejas rencillas y celebrar su unidad en la fraternidad cristiana. Esta dimensión del perdón mutuo, inspirada en la segunda petición del Padre nuestro, fue luego enriquecida por los clérigos con un enfoque más penitencial. Para ello, las fiestas patronales fueron dotadas de generosas indulgencias para significar el perdón concedido
a los fieles por el ministerio de la Iglesia. Ello ha propiciado que «perdón», «confesión» e «indulgencias» se perciban en
la práctica como sinónimos.
En la obra que ocupa la portada de este mes, la procesión, tras salir del santuario, llega al así llamado montículo de la Claridad. Allí, un calvario erigido como un faro desafía la ira del océano. La procesión tiene lugar según un ritual inmutable: en la cabecera, la cruz procesional, seguida por el estandarte con la efigie de Nuestra Señora de la Asunción. En la parte posterior, enmarcada por velas, sobre un varal se muestra la estatua dorada de Nuestra Señora de la Claridad. El honor de llevarla a hombros recae sobre unas niñas, cuya piedad y pureza son puestas como ejemplo. Rodeados por niños del coro, los oficiantes cierran la marcha, con las reliquias consagradas de los santos patronos de las diferentes parroquias y cofradías.
En esta pintura bañada por la luz menguante de la puesta de sol, el pintor ha representado a la Virgen María elevada al cielo por dos ángeles. Ella eleva sus brazos hacia el cielo para interceder sobre el mundo, signo de protección perpetua.
Pierre-Marie Dumont
Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco
Procesión del 15 de agosto, La tarde o Asunción, Maurice Denis (1870-1943), colección privada. © Catálogo razonado Maurice Denis, foto Marc Guermeur/ArtGo, París. www.musee-mauricedenis.fr
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