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«¡Ve, vuelve a tu vida familiar y da gracias por las maravillas que Dios está haciendo allí!»
Pierre-Marie Dumont

San Juan Eudes
Silvio Silva
EN EL ALZADO de la nave central de la basílica de San Pedro se suceden una serie de hornacinas para enmarcar a grandes santos fundadores, que se muestran en directa relación con el propio san Pedro, conformando una imagen escultórica de la Iglesia triunfante. Así, inscripciones y atributos iconográficos nos permiten reconocer a san Francisco de Asís, san Juan Bosco, san Felipe Neri, san Vicente de Paúl, o santa Teresa de Jesús, entre un gran elenco de santos que nos conduce al transepto y presbiterio de la arquitectura. Estas esculturas son fruto de las sucesivas remodelaciones que se han realizado a lo largo de los siglos en la construcción impulsada por el papa Julio II a partir del 18 de abril de 1506: un ambicioso proyecto que se alzaba en el mismo emplazamiento de la basílica constantiniana del siglo IV, erigida a su vez sobre el lugar de enterramiento de san Pedro.
El programa iconográfico de los santos fundadores comenzó a forjarse en el siglo XVIII y continuó hasta mediados del XX, con la intervención de distintas manos que hubieron de buscar la unidad de estilo, para no romper la armonía entre las distintas artes en el interior de San Pedro. No hay que olvidar que entre sus muros habían trabajado los más importantes escultores del renacimiento y del barroco, sobresaliendo las obras de Miguel Ángel y de Bernini. Es precisamente este último quien parece convertirse en modelo para la tridimensionalidad y el dinamismo de las figuras, características necesarias para que las piezas puedan contemplarse con precisión desde el lugar ocupado por los fieles, a una altura inferior.
Hábitos y vestimentas eclesiásticas son modelados con gran precisión como una de las señas de identidad para reconocer a los distintos protagonistas. A su vez, en cada una de las peanas se inscriben sus nombres en letras de bronce, para que no quede duda de la identidad de cada santo. En su recorrido en lo alto de los muros, a lo largo de la arquitectura, los fundadores parecen trazar una continuidad con los apóstoles que rematan la fachada exterior y con los santos que se alzan sobre la columna de Bernini, ya en la plaza exterior. Esta selección de bienaventurados sintetiza la historia de la Iglesia en sus distintos siglos, en sus hitos más significativos, como continuadores del origen de la Iglesia marcado por san Pedro.
Entre estas esculturas encontramos la de san Juan Eudes (Francia, 1601-1680), tallada por Silvio Silva en 1932, en consonancia con la reinterpretación de modelos barrocos, cuando la iconografía de los santos respondía a las exigencias de solemnidad del arte de la Contrarreforma. La sotana permite su identificación como sacerdote, acentuándose el dinamismo del manto para mayor teatralidad de la composición. Los rasgos de su rostro, de notable veracidad, podrían equipararse con los retratos pictóricos de san Juan Eudes. La retórica de la escultura y los elementos que la completan nos hablan de su vida, al servicio de la liturgia y de los más necesitados. Precisamente este último aspecto le llevó a fundar la Orden de Nuestra Señora de la Caridad del Refugio, en 1641, para acoger prostitutas que querían hacer penitencia y comenzar una nueva vida.
Con el gesto de las manos, Silva nos presenta a san Juan de Eudes como gran predicador; desarrolló esta labor principalmente en París, Borgoña y Bretaña; por otro lado, su gesto y su mirada descendentes nos recuerdan su atención a los enfermos y desvalidos. Siguiendo tanto modelos clásicos, como esculturas precedentes de la basílica, Silva introduce un pequeño ángel como punto de apoyo y portador de dos atributos iconográficos que revelan las dotes de gran escritor del santo: el libro abierto y la pluma.
Entre sus obras destacan La devoción al adorable Corazón de Jesús y El admirable Corazón de la Santísima Madre de Dios, títulos que resuenan en la escultura que contemplamos, ya que el santo, a modo de estandarte triunfal, alza los corazones de Jesús y de María, centro de su espiritualidad. De hecho, la devoción de san Juan Eudes por el corazón de María se reflejó en el emblema de nuevas congregaciones, como la de las Hermanas de Nuestra Señora de la Caridad, con un sencillo corazón de plata, o el de la Congregación de sacerdotes de Jesús y de María, iniciada en 1648, donde la figura del corazón se coronaba con una cruz y se enriquecía con lirios y rosas, flores habituales en la iconografía mariana.
Ambos motivos remiten de forma sintética y alegórica a las reflexiones sobre el corazón doloroso y glorioso de la Virgen, pensamiento que en los siglos anteriores se había presentado a partir de escenas en las que Cristo y la Virgen compartían protagonismo. Evidentemente, la cruz es referencia explícita del sacrificio de Cristo, mientras que las flores blancas son alegoría de la pureza de María y las rosas, a su vez, del amor místico, pues nos hablan de belleza y de sacrificio, simbolizado en su tallo espinoso. Cabría recordar en este punto que, desde el siglo XIV, los textos místicos desarrollaron la idea de la Compassio Mariae, la participación de la Virgen en la pasión de su Hijo, acompañándolo hasta el pie de la cruz.
Juan Eudes, cuando abordó el corazón de la Virgen, trazó una relación prefigurativa con el «templo en el cual el soberano sacerdote ofreció su primer sacrificio en el momento de la encarnación». De esta forma se hace hincapié en cómo el corazón de María acogió desde la fe el misterio de la nueva alianza. El emblema eudista, al fundir los corazones de Jesús y de María, se convirtió en punto de partida de las variantes iconográficas que se sucedieron en los siglos posteriores, donde a menudo hallamos inscripciones laudatorias de Madre e Hijo.
La propagación de nuevas cofradías cordimarianas propició también la difusión de los emblemas en estampas que, con frecuencia, introducían modificaciones respecto al modelo original. San Juan Eudes, que fue el primero en componer una Misa dedicada al corazón de la Virgen en 1644, explica así la devoción que une a Madre e Hijo: «Deseamos honrar a la Virgen madre de Jesús, no solamente en un misterio o una acción, como el nacimiento, la presentación (…), sino que deseamos honrar en Ella, ante todo y principalmente, la fuente y el origen de la santidad y de la dignidad de todos sus misterios, de todas sus acciones, de todas sus cualidades y de su misma persona».
Como se observa en la escultura vaticana, el tratamiento conjunto de ambos corazones nos lleva a comprender gráficamente que no debemos separar a Jesús de María, tal como apuntan los escritos eudistas. Apenas perceptibles desde la nave de la basílica, una espada atraviesa el corazón de la Virgen, mientras que la corona de espinas rodea el corazón de Cristo, motivos que en el siglo XX ya estaban consolidados en la iconografía de san Juan Eudes. Su figura, como hemos señalado, no debe ser considerada de forma independiente, sino como parte de un conjunto mayor, en el que parecen recordarse las imágenes de canonización que se expusieron en la basílica en honor de los distintos protagonistas. A través de sus fundadores, se hace presente la riqueza de las distintas realidades que componen la Iglesia.
María Rodríguez Velasco
Profesora de Historia del arte, Universidad CEU San Pablo, Madrid
San Juan Eudes, Silvio Silva, Basílica de San Pedro del Vaticano. © Éric Vandeville/akg-images.
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Si Murillo (1617-1682) era el amo de Sevilla, Martínez (1615-1667) era el gran pintor de Jaén, puerta de entrada a Andalucía, en la salida de La Mancha. Ambos se convirtieron en apóstoles de las virtudes cristianas en la vida familiar, complaciéndose en escenificar a la Sagrada Familia. A través de sus obras, predicaron que Jesús era el salvador tanto en su vida oculta, familiar, como en su vida pública. La vida familiar, social y profesional fue santificada por las tres cuartas partes de la vida terrenal de Cristo. Así, para exaltar la vocación de los discípulos que responden a la invitación del Señor: «¡Ven y sígueme!», es necesario subrayar también la vocación de aquellos a quienes el Señor invitó no a seguirlo, sino a volver a sus familias para dar gracias allí por las maravillas que Dios no cesa de obrar en ellas (cf. Mc 5,19). Este es el caso del paralítico a quien Jesús envía a su casa, a pesar de que le ha devuelto la plena capacidad física y espiritual para seguirlo en los caminos de su vida pública (cf. Lc 5,24-25).
Esta obra de Martínez es muy impactante. Capta admirablemente la expresión que todos los padres del mundo han visto, sorprendidos a la vez que conmovidos, dibujada en el rostro de sus hijos pequeños cuando, con una sonrisa y una mirada, dan testimonio tanto del ardor de su amor como de la fuerza de su propia voluntad. «¡Te amo con todo mi corazón, pero yo soy yo!», parece decirle este adorable Niño a su padre adoptivo. Quería agarrar una pieza de fruta, pero José se lo impidió. Aquí, la cesta de frutas simboliza su misión, los asuntos de su Padre a los que debe dedicarse hasta su cumplimiento supremo, su pasión. La uva roja simboliza la divinidad; la blanca, la humanidad. Entre las dos, la uva rojiza representa a Cristo como verdadero Dios y verdadero hombre. Es también el color de la túnica del niño Jesús y el de la sangre mezclada con agua que brotará de su corazón traspasado. La granada, formada por una miríada de granos, representa su cuerpo en la medida en que su Iglesia será compuesta por miríadas de miembros. La manzana evoca la redención de la humanidad pecadora. El Niño parece decir: «Tengo prisa por llevar a cabo la obra de mi Padre hasta el final», y José, envuelto en la luz del Padre, lo reprende: «Tu hora aún no ha llegado».
Pierre-Marie Dumont
Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco
• San José y el Niño Jesús (Ca. 1650), Sebastián Martínez (1615-1667), Museo del Prado, Madrid. © akg-images/Álbum.
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