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La imitación de la abuela de Dios
Pierre-Marie Dumont

Última Cena (detalle)
Giotto di Bondone (Ca. 1267-1337)
Giotto di Bondone es considerado uno de los grandes renovadores de la pintura occidental, máximo representante de la escuela florentina en la transición entre el gótico tardío y el renacimiento. Nacido en una sencilla familia de campesinos de la localidad toscana de Colle di Vespignano, no contaba con antecedentes artísticos, y comenzó a pintar de forma autodidacta, haciendo gala de un gran talento. En Vidas de los más excelentes arquitectos, pintores y escultores italianos (1550), Vasari contó la anécdota de que su maestro, Cimabue, le había sorprendido pintando del natural las ovejas del rebaño paterno; Vasari destacaba así una de las grandes novedades del lenguaje pictórico de Giotto: su acercamiento a la naturaleza en escenografías y en figuras.
En este sentido, ya sus contemporáneos señalaron que Giotto dejaba atrás la maniera greca, donde dominaban los fondos bidimensionales y el hieratismo, e introducía la maniera latina, que buscaba una mayor humanización de las figuras. Cennino Cennini, en su Libro del arte, escrito a finales del siglo XIV, recomendaba a los artistas lo siguiente: «La mejor guía que puedes tener y el mejor timón es el dibujo del natural»; por lo que en este mismo escrito aseveraba que «fue Giotto el que hizo evolucionar el arte de pintar de lo griego a lo latino, y por fin a lo moderno, y consiguió el arte más perfecto que nunca nadie haya tenido».
Esta transformación comenzó a darse en Asís, a donde el joven Giotto llegó en torno a 1295 para formar parte del taller de su maestro Cimabue, encargado de completar la decoración de las bóvedas y los muros laterales de la basílica superior con figuras y escenas del Antiguo Testamento. Los franciscanos advirtieron la pericia del joven pi la advocación mariana de la capilla, en los muros laterales se disponen tres registros superpuestos que sintetizan escenas propias de la vida de la Virgen, comenzando con relatos alusivos a sus padres (san Joaquín y santa Ana), así como ciclos de la infancia, vida pública, pasión y resurrección de Cristo donde destaca el papel de la Virgen como madre y corredentora. A este carácter narrativo se suma el simbolismo del zócalo inferior, con personificaciones de vicios y virtudes trabajados en grisalla, imitación pictórica de la escultura.
Entre los episodios de la pasión destaca la representación de la Última Cena, donde Giotto muestra su interés por la profundidad mediante las líneas de la arquitectura y la disposición de los apóstoles, recreados con rostros individualizados. Un sobrio cenáculo acoge la mesa como elemento fundamental para ordenar la composición y configurar un interior todavía muy alejado de la aplicación matemática de la perspectiva, si bien el pintor trata de sugerirla mediante la apertura al espacio exterior. Al recorrer la capilla Scrovegni podemos apreciar que Giotto repite el mismo marco espacial para otros episodios del ciclo de la pasión.
El artista rompe la frontalidad para unir parejas de apóstoles, representados como si comentaran el anuncio de la traición de Judas. Esta es la fórmula iconográfica escogida por el pintor para representar el episodio. De forma casi imperceptible Judas está llevando su mano al mismo plato de Jesús, en consonancia con las narraciones de san Mateo y san Marcos. Abundando en este gesto podríamos evocar las palabras del evangelio de san Juan: «Detrás del pan, entró en él Satanás» (Jn 13,27). En la representación de Judas apenas se ha desarrollado el nimbo de santidad y, además, está revestido de amarillo, color que en la Edad Media tiene un significado ambiguo, ya que, por un lado, refiere la suntuosidad del oro y, por otro, simboliza la envidia y la traición.
A la derecha de Cristo, que preside la mesa y porta nimbo crucífero, Giotto ha situado a san Pedro, reconocible por los rasgos ancianos que definen su fisonomía desde sus primeras imágenes en el paleocristiano del siglo IV. Otra figura interesante es la de san Juan, el más joven de los apóstoles, de rostro imberbe y recostado en el seno de su maestro, actitud que él mismo describe en su evangelio y de la que se hacen eco otros escritos místicos, como el de san Buenaventura: «Mas Juan, poniéndose a su lado, nunca se separó de él, y a pesar de ser el más joven de los apóstoles, en esta cena se sentó al lado del Señor».
En cuanto a la paleta cromática, Giotto deja atrás la utilización de colores puros para jugar con riquísimas gamas cromáticas graduadas por la luz. Es este empleo de luz y color uno de los recursos con los que el maestro subraya la volumetría de sus figuras. También por esto se consideró, ya en el siglo XIV, que había superado a su maestro Cimabue, tal como sentenció Dante en el Canto XI del Purgatorio de la Divina Comedia: «Creyose Cimabue en la pintura ser el señor, pero hoy domina Giotto y la fama de aquel se ha oscurecido». Esta opinión fue compartida por Bocaccio en el Decamerón, donde apunta que Giotto fue capaz de restituir la dignidad de la pintura, ya que «las imágenes representadas por su pincel se adecuan tan intensamente a los rasgos de la naturaleza que, a quienes las contemplan, les parece que viven y respiran». De esta forma, Giotto es elevado al Parnaso de los maestros griegos de la antigüedad: Zeuxis, Parrasio o Apeles.
Estos planteamientos se recogen también en los Comentarios (1447-1455) de Ghiberti, gran escultor del Quattrocento, que subraya la continuidad de Giotto respecto a los principios que habían definido la antigüedad clásica. En cualquier caso, Giotto desarrolló su talento natural sin renunciar a la tradición oriental recibida de su maestro Cimabue configurando un estilo único y constituyéndose en referente de los grandes pintores renacentistas. Su pintura transfiguraba las arquitecturas transportándonos con sus pinceles desde la belleza material hasta la belleza espiritual, como se advierte en la capilla Scrovegni, convertida en alegoría de la Jerusalén celeste.
María Rodríguez Velasco
Profesora de Historia del arte,
Universidad CEU San Pablo, Madrid
Última Cena (detalle), 1302-1305, Giotto di Bondone (Ca. 1267-1337), Capilla Scrovegni, Padua. © akg-images/Cameraphoto.
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Septiembre es el mes del inicio del año escolar, seguido del inicio del año de catequesis. Un mes en el que se invitará especialmente a las madres cristianas a asumir con su propio genio —de manera no exclusiva pero insustituible— la responsabilidad de la transmisión que está en el corazón de su vocación. Para vivir este nuevo año escolar con alegría y serenidad, podrán encontrar ayuda e inspiración al reconectarse con las devociones tradicionales de santa Ana, la madre de la Virgen María, patrona de los educadores y catequistas.
¿Acaso no fue santa Ana una buena madre?
Ni el Nuevo Testamento, ni siquiera los evangelios apócrifos, nos hablan de la forma en que santa Ana educó a su bendita hija. Esta devoción particular, que inspiró a tantos artistas, no ha sido revelada, ni siquiera sugerida por una antigua tradición: nació de una deducción bastante lógica. De hecho, la historia nos enseña que, en el momento del nacimiento de María, en el pueblo judío, eran las madres las que educaban a sus hijas. Y en particular, les enseñaban a leer haciendo que aprendieran de memoria, y luego comprendieran, versículos de la Torá y los salmos. Luego, al hacer que transcribieran, les enseñaban a escribir.
Es legítimo pensar que santa Ana fue, desde este punto de vista, una buena madre: una madre especialmente inspirada por el Espíritu Santo para criar a la pequeña María como convenía, hasta el pleno cumplimiento de su inefable vocación. Y, en efecto, María, tal como nos la revela el evangelio –una joven esposa de 15 o 16 años–, se nos presenta no solo llena de gracia, sino también instruida en lo fundamental, hasta el punto de encontrar en la Escritura las palabras de la alabanza espontánea que eleva al cielo en respuesta al saludo de su prima Isabel (cf. Lc 1,39-55)[1]. Por lo tanto, con razón, la lógica devoción a santa Ana, como modelo de madres, educadoras y catequistas, ha sido siempre, desde hace más de mil años, aprobada y fuertemente alentada por la Iglesia.
La talla en madera policromada que adorna la portada de Magnificat es un admirable testimonio de ello. Fue realizada por el Maestro de San Benito, activo a principios del siglo XVI en Hildesheim (cerca de Hannover, Alemania). La obra impresiona tanto por su calidad como por sus dimensiones: las figuras sedentes están representadas a tamaño natural.
Mientras que en ese tiempo en Roma triunfaba el Renacimiento con las esculturas de Miguel Ángel (1475-1564), esta obra pertenece al gótico renano tardío, especialmente por el arquetipo de las figuras y la convención de los paños voluntariamente ahuecados con profundas sombras. Pero se vislumbran ya en ella avances que anuncian un nuevo estilo que, curiosamente, prescindiría del estilo renacentista propiamente dicho y pasó directamente al barroco. Así lo evidencian, por ejemplo, la tendencia a la exuberancia en el volumen de las vestiduras, que al mismo tiempo comienzan a insinuar un cuerpo vivo bajo su plasticidad, o la expresión de santa Ana, tan elocuente en su misma contención.
El momento en que el Antiguo Testamento se cierre y el Nuevo se abre
Aunque pertenece a la misma tradición, esta obra es muy original en comparación con el tipo dominante en este tema de la educación de la Virgen. En primer lugar, María coronada ya no es una niña. Es una joven que tiene la misma altura de su madre y que se coloca a su lado, al mismo nivel, y ya no en la perspectiva del maestro que domina al discípulo. Luego vemos que, con su mano izquierda, santa Ana invita a su hija a seguir aprendiendo del libro del Antiguo Testamento que tiene en su regazo y cuyas páginas pasa con la mano derecha. Pero el rostro de María revela que está en otra parte, no porque no esté atenta a la lección, sino porque ha llegado la hora de dejar de ser discípula de la Escritura y de realizar en lo más profundo de sí misma lo que ha aprendido de ella.
Ana comprende que está ante un momento insólito: de repente, la expresión de su rostro desmiente el gesto de su mano; ella mira fijamente el libro que María sostiene cerrado sobre sus rodillas. Su rostro se ilumina con una dulce sonrisa. Ella lo ha entendido: podrá cerrar el libro del Antiguo Testamento, mientras que con su fíat María, bendita entre todas las mujeres, abrirá el libro del Nuevo Testamento: «Hágase en mí según tu palabra, para que en mi seno se cumpla la Escritura como Espíritu y Vida, para que por mí el Verbo de Dios sea traído al mundo»[2].
Así, gracias al genio del Maestro de San Benito, se nos ofrece la oportunidad de redescubrir hasta qué punto un artista inspirado se atrevió a exhortar a las madres cristianas, y por supuesto, ahora, en nuestra civilización postcristiana, ¡inspira tanto a las abuelas como a las madres!
[1] El cántico del Magníficat se compone principalmente de reminiscencias de los salmos y del primer libro de Samuel.
[2] En este sentido, en muchas obras comparables de los siglos XIV al XVI, el libro del Antiguo Testamento que lleva santa Ana termina con la frase del Nuevo Testamento que significa su perfecto cumplimiento: Et Verbum caro factum est (Y el Verbo se hizo carne, Jn 1,14). A partir del siglo XVIII, los artistas, deslumbrados por las luces del racionalismo, perdieron el sentido último de la iconografía tradicional de la «Educación de la Virgen», y solo representaron en el libro un abecedario.
Pierre-Marie Dumont
[Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco]
• La Educación de la Virgen, Maestro de San Benito (atribuido, Ca. 1510-1530), Museo de Arte de Filadelfia (EE.UU.). © Bridgeman Images.
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