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¡Ángel hermoso, te conviertes en mi hermano, mi amigo, mi consolador!
Pierre-Marie Dumont

Crucifixión
Maestro de la Sala Capitular de Pomposa
La pintura que contemplamos obedece a un maestro anónimo que se ha puesto en relación con la decoración de la sala capitular de la abadía de Santa María de Pomposa, en la provincia de Ferrara. Aunque hoy ha perdido el esplendor del que gozó en el Medievo, se constata que este monasterio benedictino fue un importante centro espiritual y cultural. Su origen se remonta al siglo VII, cuando llegaron los primeros monjes a su emplazamiento, próximo al río Po, que aseguraría el aislamiento y auto-abastecimiento de aguas al monasterio. Sin embargo, su primera referencia documental no la encontramos hasta el año 874, cuando el papa Juan VIII protegió la autonomía de la abadía frente a las pretensiones del entonces obispo de Rávena; el complejo llegó a su máximo esplendor en el siglo XI. En 1321 contó con un ilustre huésped, Dante Alighieri, si bien ya entonces comenzó la decadencia del monasterio motivada por inundaciones y epidemias que llevaron a la pérdida progresiva de sus bienes.
Entre las pinturas de la sala capitular destaca la escena de la Crucifixión que hoy forma parte de la colección Thyssen-Bornemisza de Madrid. Aunque no se pueda precisar la identidad del autor, su lenguaje pictórico ha llevado a ponerlo en relación con uno de los grandes renovadores de la pintura occidental, Giotto di Bondone. El llamado Maestro de la Sala Capitular de Pomposa se considera original de Padua, donde habría podido admirar y estudiar la obra cumbre de Giotto, el conjunto mural de la Capilla Scrovegni, a las afueras de dicha ciudad. Si bien el autor que hoy nos ocupa no alcanzó la pericia de su maestro ni en el tratamiento de figuras, ni en la escenografía, sí se advierten algunos rasgos que denotan su conocimiento de Giotto y del simbolismo que enriquece la escena de la crucifixión.
La pintura que analizamos formaba parte originalmente de un políptico dedicado a la pasión de Cristo, cuyas tablas se encuentran actualmente dispersas en distintas colecciones. Su técnica, como es habitual en el siglo XIV, obedece al temple, que consiste en aglutinar los pigmentos con clara de huevo, por lo que los colores todavía no adquieren el brillo propio del óleo, ni se llega al tratamiento de los detalles propio de los siglos posteriores. El Maestro de Pomposa reinterpreta uno de los temas más reiterados en la iconografía cristiana, la crucifixión, de acuerdo con la fórmula iconográfica propia del gótico, donde la figura triunfal de Cristo deja paso a un Cristo sufriente o ya muerto, de tres clavos, con los pies sobre un supedáneo de madera que resta tensión a las piernas y acentúa la serenidad del Crucificado.
Su presencia domina el eje central de la composición, ordenando la disposición de los personajes secundarios. Aunque no consigue la perfección de proporciones, el maestro modela la anatomía con un sutil claroscuro, alejándose de planteamientos esquemáticos de los siglos anteriores y mostrando en este aspecto la influencia de Giotto. Inspirándose en este maestro, gira ligeramente la figura de Cristo e inclina suavemente su cabeza para romper la frontalidad y definir distintos planos de profundidad. Las líneas del perizoma o paño de pureza, todavía excesivamente desarrollado, sugieren cierto dinamismo.
La disposición del rostro de Cristo conduce nuestra mirada hasta la Virgen, desmayada de dolor junto a las santas mujeres que la habían acompañado en su subida al monte Calvario. Su presencia, recogida en los evangelios, obedece a su vez a la devoción mariana de la Baja Edad Media y, sobre todo, a los escritos espirituales del siglo XIV que insistían en la compassio Mariae, la participación de la Virgen en la pasión de Cristo. Así lo podemos ver en las Celes-tiales revelaciones de santa Brígida («Viéndolo ya casi muerto caí sin sentido») o en las Meditaciones de san Buenaventura («Entonces la Madre, casi muerta, cayó en brazos de la Magdalena»). La pasión paralela de Madre e Hijo se popularizó mediante el himno litúrgico del Stabat Mater, atribuido por igual al franciscano Jacopone da Todi y al papa Inocencio III, que inicia con el siguiente verso: «Estaba la Madre dolorosa junto a la cruz llorosa en que pendía su Hijo».
Más allá de la realidad histórica, san Isidoro de Sevilla ensalzaba a la Virgen a los pies de la cruz como alegoría de la Iglesia naciente. Este simbolismo enfatiza el protagonismo de la llaga del costado, de la que brotan agua y sangre, símbolos del bautismo y la Eucaristía como manifestación de la vida de la Iglesia. El significado eucarístico es referido en esta imagen de forma indirecta por los ángeles, que portan unas patenas con las que recogen la sangre de Cristo. La presencia de los ángeles, su idealización y solemnidad, contrastan con la presencia de san Juan, con gesto arquetípico de dolor, que nos recuerda las palabras que Cristo pronunció instantes antes de su muerte: «Mujer, ahí tienes a tu hijo… Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27).
No son estas las únicas palabras de Cristo a las que nos remite esta imagen, ya que entre el grupo de soldados podemos advertir la esponja empapada en vinagre que se le ofreció a Cristo para responder a su exclamación: «Tengo sed» (Jn 19,28). Junto a este motivo, las lanzas evocan el episodio anterior del prendimiento en el huerto de los Olivos. Entre ellas, asoma el estandarte del senado romano y sobresale el casco del soldado que alza teatralmente su brazo hacia Cristo, recuerdo de la conversión del centurión que exclama: «Verdaderamente este era Hijo de Dios» (Mt 27,54; Mc 15,39).
La suntuosidad y carácter trascendente de la representación se manifiestan en el fondo dorado, que revela cómo el Maestro de Pomposa también conocía la tradición de los iconos orientales. A los pies de las figuras, de forma sintética, los peñascos un tanto acartonados que recuerdan los paisajes iniciales de Giotto nos sitúan en el monte Gólgota. Allí sobresale un detalle que enriquece notablemente el significado de la composición: la calavera que remite al pecado de Adán. De esta forma, no solo se reseña la continuidad entre Antiguo y Nuevo Testamento, sino que se subraya el valor redentor de la cruz como árbol de la vida; Cristo se muestra como nuevo Adán, siguiendo los planteamientos de las epístolas paulinas: «Lo mismo que todos murieron en Adán, todos revivirán en Cristo» (1 Cor 15,21-22), después retomados en las exégesis patrísticas, como vemos en san Ireneo: «Como en el primer hombre, Adán, todos habíamos sido encadenados a la muerte por la desobediencia, era necesario que, por la obediencia de Aquel que se haría hombre por nosotros, fuéramos librados de la muerte». De esta forma, aunando realismo y simbolismo, se sintetizan la caída del hombre y su posterior redención. Una mirada detenida a nuestra pintura nos permite ver cómo la sangre del Crucificado cae directamente sobre la calavera para expresar la idea de la culpa borrada por la entrega de Cristo.
María Rodríguez Velasco
Profesora de Historia del arte, Universidad CEU San Pablo, Madrid
Crucifixión, Ca. 1320 Maestro de la Sala Capitular de Pomposa. Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid © akg-images
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En 1580, santo Toribio fue consagrado arzobispo de Lima (Perú), la archidiócesis más grande de la historia, que se extendía desde Nicaragua hasta Tierra del Fuego. Primero emprendió la reforma del clero; luego, fue dotado por Felipe II, rey de España, del título y plenos poderes de «Protector de los indios».
A estos últimos, Toribio los liberó del tráfico mercantil del que eran víctimas, y creó un eficaz sistema de seguridad social en su favor. Además, no dudó en apoderarse de los bienes de los sospechosos de haberse enriquecido en su detrimento, y se los redistribuyó. Para consolar a los expropiados con su celo, les dijo: «Me lo agradeceréis en el otro mundo, porque los pobres indios son bancos a través de los cuales vuestros tesoros se capitalizan de ahora en adelante para vosotros en el cielo».
El surgimiento de admirables escuelas artísticas
Sin embargo, su gran obra fue concebir y promover, siempre en favor de los indios, el establecimiento de pequeñas repúblicas cristianas autónomas donde los ciudadanos pudieran convivir con sus propios carismas bajo la protección directa de la corona real. Gobernadas por jefes indios elegidos democráticamente y dirigidas por los franciscanos y luego también por los jesuitas, estas repúblicas –más tarde llamadas reducciones– se organizaban en torno a un centro en el que se erigía una iglesia, una escuela, un hospital, un hospicio para ancianos y varios centros de formación profesional y artística.
Los amerindios mostraron poca inclinación por el comercio y la industria, pero un verdadero genio para la artesanía y las bellas artes, y sus talentos fueron valorados como una prioridad. De ahí el surgimiento de admirables escuelas artísticas, entre ellas la de pintura de la ciudad de Cuzco. Este florecimiento también se manifestó en la música, la danza y la liturgia, dando lugar a una civilización intrínsecamente festiva que expresaba su genio y alegría de vivir con motivo de cada fiesta cristiana.
La obra que adorna este mes la portada de Magnificat da testimonio de los últimos destellos de esta epopeya cristiana en la que, en el espíritu del Magníficat, los humildes fueron bendecidos por serlo. Porque, desgraciadamente, en el siglo XVIII, en nombre de la filosofía de la «Ilustración», los «déspotas ilustrados» que reinaban en España y Portugal abolieron las reducciones y entregaron a sus ciudadanos a merced de saqueadores, profanadores y luego explotadores sin escrúpulos, infligiendo sufrimientos irreparables a estas poblaciones amerindias de América del Sur. Los indios se vieron así obligados a sobrevivir como subproletariado.
En el corazón de un paraíso perdido
Unidos con el corazón, el alma y la mente a estos cristianos mártires, contemplemos aquí una de sus sorprendentes expresiones artísticas; esta tiene el don de transportarnos al corazón de un paraíso perdido donde lo extraordinario se expresa a través del oro, los colores, las decoraciones exuberantes y los símbolos impenetrables para los no iniciados, logrando un original sincretismo entre las influencias barrocas traídas por los evangelizadores españoles y las tradiciones artísticas indígenas.
Un ángel de la guarda, como el arcángel Rafael que toma de la mano a Tobías, conduce a un niño cuya actitud expresa piedad. En su mano derecha, el ángel exhibe un corazón palpitante de amor divino, un corazón que, según la lección de san Agustín, manifiesta en voz alta la regla más segura de toda conducta cristiana: «Ama y haz lo que quieras».
El colibrí, mensajero de Dios
Al fondo, en azul pálido, se alza la cordillera de los Andes, mientras que, dispersas en cada rincón del paisaje, coloridas aves, todas de la misma especie, vinculan el mensaje cristiano de la obra a las más venerables tradiciones de los incas. Aguas arriba del sitio de Machu Picchu, en el corazón del Valle Sagrado, entre los 2800 y 3300 metros sobre el nivel del mar, se esconde un lugar paradisíaco donde revolotean más de 200 especies de aves multicolores, incluyendo más de 30 especies de colibríes.
Es uno de estos colibríes el que se muestra aquí. Para los incas, este colibrí era un mensajero de Dios, un ángel. Pero, además, comunicaba benevolencia y amor entre todos los miembros de la comunidad. ¡Qué hermoso símbolo de la gracia angélica de comunicación en una comunidad cristiana! ¡Y qué cercano es al espíritu infantil de Teresita, que rezaba a su ángel de la guarda: «Glorioso guardián de mi alma, te lo ruego, vuela en mi lugar a los que me son queridos»!
Pierre-Marie Dumont
[Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco]
• El ángel de la guarda, Escuela del Cuzco, siglo XVIII, Filadelfia (PA, EE.UU.), Museo de Arte. © Bridgeman Images.
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