Esta obra fue realizada a finales del siglo XII para decorar el frontal del altar de una pequeña iglesia de montaña perdida al borde del Pirineo catalán (España), en San Andrés de Sagàs. El artista anónimo lo pintó al temple sobre una tabla de madera de cerezo. Para pintar al temple, el artista comenzó preparando sus pigmentos de diferentes colores en forma de polvos muy finos. Luego recubrió el soporte con varias capas de una especie de yeso. A continuación, «empapó» los pigmentos con agua en la cantidad deseada para su uso inmediato, añadiendo una sustancia aglutinante como el almidón. Tuvo que darse prisa en pintar y hacerlo con gran seguridad debido a la absorción inmediata del pigmento por la imprimación y su rápido secado; esta técnica no admitía superposiciones y arrepentimientos.
Esta Visitación data de finales del siglo XII, cuando el arte románico catalán, inicialmente influido por el estilo bizantino-lombardo, experimentó una evolución original que culminó, como vemos aquí, en la ingeniosa adopción de la «línea clara». Este lenguaje gráfico, necesario ya en el siglo XI para la creación de vidrieras colocadas sobre plomo, fue retomado y teorizado a mediados del siglo XX por Hergé, el genial autor de Tintín, para hacer frente a las limitaciones técnicas que planteaba en su momento la impresión de tiras cómicas en color. Este lenguaje asume que cada elemento está delimitado por una línea negra de espesor constante que forma una celda que recibirá un color determinado, sin degradados ni sombras. Es esta línea, esta línea clara, la que tendrá toda la responsabilidad no solo de dibujar los objetos y situarlos en un lugar inteligible, sino también de expresar los sentimientos y, finalmente, darles el significado, en este caso teológico, que el artista pretende conferir a la imagen publicada.
Vemos que aquí el artista ha cumplido sus especificaciones de manera sobreabundante, con una brillante economía de medios, llegando incluso a situar la escena en un decorado puramente gráfico para imponer la idea de que en todo momento y en todo lugar tiene una dimensión universal y escatológica; un significado que trasciende su historicidad anecdótica. El momento de la imagen es el canto del Magníficat. María e Isabel, mejilla con mejilla, ojo con ojo, manos abiertas hacia el Padre en un solo gesto de alabanza que perfila la paloma del Espíritu Santo, se convierten en un solo cuerpo y una sola alma en alabanza y acción de gracias. La cabeza de Isabel, como si estuviera agrandada por el contacto con la de María, atestigua que acaba de rendir homenaje a María, bendita entre todas las mujeres.
Que esta imagen desnuda de todo adorno nos inspire la santa humildad que nos permita creer en lo impensable: que el Padre quiere hacer maravillas en nuestras vidas según nuestra propia vocación. Y esto no difiere esencialmente de la manera en que realizó maravillas en la vida de la Santísima Virgen María, permitiéndola traer al mundo, por la acción del Espíritu Santo, el amor de Dios que es Jesús, el Hijo de Dios Salvador.
¿Cómo podría suceder esto en cada uno de nosotros? La pequeña Teresa había comenzado a desentrañar este gran misterio cuando dijo a Jesús, en forma de Magníficat: «Ah, Señor, porque quisiste concederme esta gracia hiciste un mandamiento nuevo. ¡Oh! Lo amo porque me da la seguridad de que es tu voluntad amar en mí a todos aquellos a quienes me mandas amar…» (Manuscrito C). A nosotros nos queda, desde el espíritu propio de la infancia, tomarnos la libertad de san Juan (cf. 1 Jn 4,12) para atrevernos a concluir: si nos amamos los unos a los otros como Jesús nos amó, en esta comunión del Espíritu Santo, Dios habita en nosotros y, en nosotros, su amor alcanza su perfección.
Entre las representaciones de la Eucaristía, además de las imágenes narrativas que hemos contemplado en los comentarios de meses anteriores, podemos encontrar referencias de carácter alegórico. Estas se inspiran en las primeras imágenes signo de los orígenes de la iconografía cristiana, en las que tras la simplicidad formal de ciertos motivos se encerraban profundos significados.
En este repertorio encontramos ya figuras animales, asimiladas desde los escritos de la cultura grecolatina entre los que destacaron la Historia de los animales de Aristóteles, la Historia de los animales de Claudio Eliano, datada entre finales del siglo II y principios del III, o la Historia natural de Plinio el Viejo, que murió en la erupción del Vesubio del año 79. Pero, sin duda, el texto más significativo fue la versión griega del Physiologus, realizado en el siglo II y poco después traducido al armenio y al latín para su mayor difusión.
Como custodios de la cultura de la antigüedad, los monjes de la Alta Edad Media asimilaron estos escritos, los copiaron y los reinterpretaron, añadiendo a las descripciones anteriores conclusiones moralizantes en relación con los vicios y las virtudes. Además, en los nuevos manuscritos, tras el texto, se añadieron miniaturas que se convirtieron en modelo para esculturas y pinturas monumentales. Así se definieron los Bestiarios medievales, de los que surgieron numerosas ediciones, entre las que cabe citar el Bestiario Toscano, el Bestiario de Oxford o el de Cambridge. Esto explica que se integraran figuras animales en programas iconográficos cristianos destinados a iglesias o claustros monásticos y que, para su interpretación, fuera necesaria la consulta de las fuentes literarias que los inspiraban. En este sentido, son los textos los que nos remiten al significado último de las imágenes y a su posible interrelación con un conjunto mayor.
En estas compilaciones, una de las aves que mayor incidencia tuvo en las imágenes fue el pelícano, descrito por san Isidoro como «un ave egipcia que habita en las soledades del río Nilo», adaptado a la vida acuática. Más allá de su medio de vida, o de sus características físicas –Plinio el Viejo lo describe como «una especie de segundo vientre en el lugar mismo de la garganta»–, el pelícano fue transfigurado en emblema cristológico y eucarístico. Este es el significado de la pintura que podemos contemplar en el monasterio ortodoxo de Las Cuevas, el más antiguo de Ucrania, levantado en 1051 por impulso del rey Yaroslav el Sabio, y del que Hilarión de Kiev fue primer patriarca. Fundado por los monjes Antonio y Teodosio, el espacio amurallado integraba numerosas construcciones, iglesias, dependencias monásticas y cuevas eremíticas.
Las edificaciones más notables en las casi 20 hectáreas del recinto son la catedral de la Dormición y la iglesia de la Trinidad (finales del siglo XI y principios del XII), la iglesia de Todos los Santos, la de la Concepción de Santa Ana y la de la Natividad de la Virgen (finales del siglo XVII) y la más tardía de la Elevación de la Cruz, comenzada en el siglo XVIII. El esplendor espiritual y arquitectónico alcanzado en este complejo se vio seriamente afectado por un incendio desatado en 1718, tras el cual sufrió un período de decadencia. A partir de entonces se produjo un intensa labor restauradora y reconstructiva del monasterio.
Entre las pinturas incorporadas al conjunto de las Cuevas en las intervenciones posteriores destaca un óleo anónimo con la representación del pelícano. El ave, modelada a partir de un sutil claroscuro, se muestra en el instante de picotearse a sí misma para alimentar a sus polluelos con su propia sangre. San Isidoro, en sus Etimologías, apunta: «Se dice, y no entramos a discutir si es o no cierto, que mata a sus propios hijos, los llora durante tres días, al cabo de los cuales ella misma se hiere y, rociándolos con su sangre, vuelve a darles vida».
El Physiologus comenta al respecto: «El pelícano ama mucho a sus hijos. Engendrados estos, cuando crecen comienzan a golpear en el rostro a sus padres y los padres, a su vez, hacen lo mismo. Pero los padres luego se compadecen, los lloran durante tres días, condoliéndose de aquellos a quienes mataron. Al tercer día la madre, hiriéndose el pecho, rocía con su sangre a los polluelos y aquella sangre los rescata de la muerte». El hecho de que se cite el tercer día no es aleatorio y encuentra correspondencia con los tres días en que Cristo estuvo en el sepulcro antes de su resurrección.
Todos los Bestiarios se hacen eco de cómo el pelícano, con su sangre, resucita a sus crías tres días después de su muerte, estableciendo el paralelismo con la llaga del costado de Cristo, el «verdadero pelícano que, por nosotros, soportó los tormentos y el dolor». La edición de Oxford incide en que «Cristo también salva a los hombres al redimirlos con su propia sangre». Incluso, en un manuscrito griego, se concreta que «los polluelos son Adán y Eva, así como su estirpe (…). El señor es alzado a la preciosa cruz debido a su amor por nosotros y, una vez atravesado el costado, nos envía el don de la vida eterna». Estas ideas se hacen explícitas en la pintura que contemplamos mediante la representación de la lanza y la esponja empapada en vinagre sobre la cruz, motivos que rompen la bidimensionalidad de la composición mediante su disposición diagonal.
El travesaño horizontal de la cruz conduce nuestra mirada hacia la escueta referencia al monte Gólgota, que sirve de peana a un cáliz de orfebrería del que emerge una aureola de rayos dorados. Estos subrayan el sentido trascendente de la composición y contrastan con la de ascendencia tenebrista que domina en el resto de la imagen. La realidad física del pelícano se transfigura en realidad sobrenatural a partir de los escritos y de los recursos pictóricos. Este cáliz recibe la sangre que brota del costado de Cristo, quien emerge de un rompimiento de Gloria en la cúspide de la pintura. Cristo porta el libro de las Escrituras, su mirada descendente traba la unidad compositiva con los motivos inferiores de la pintura y su manto rojo introduce cierto dinamismo.
Pero lo más significativo es la presencia de la sangre derramada en el cáliz, ya que revela que, a partir de los Bestiarios, el pelícano se convirtió en emblema eucarístico, por lo que todavía en la actualidad su figura ornamenta a menudo los sagrarios. Composición, luz y color expresan que la Eucaristía es renovación del sacrificio de Cristo, idea que, para mayor claridad expositiva, recoge la inscripción que completa la tabla.
La pintura que hemos contemplado obedece a la concepción de los iconos bizantinos, considerados objetos de culto. Sus imágenes estaban al servicio de la liturgia y por ello acentúan su carácter místico y alegórico, un sentido último que obedece a los textos de la tradición cristiana. Con esta obra podemos constatar que la idea de san Juan Damasceno (siglo VIII) de que la realidad física nos conduce a la realidad transcendente sigue teniendo vigor en los siglos posteriores cuando las obras, más allá de su carácter ornamental, nos invitan a contemplar a Cristo y a la Eucaristía, como es el caso que nos ocupa.
María Rodríguez Velasco
Profesora de Historia del arte, Universidad CEU San Pablo, Madrid
Esta obra fue realizada a finales del siglo XII para decorar el frontal del altar de una pequeña iglesia de montaña perdida al borde del Pirineo catalán (España), en San Andrés de Sagàs. El artista anónimo lo pintó al temple sobre una tabla de madera de cerezo. Para pintar al temple, el artista comenzó preparando sus pigmentos de diferentes colores en forma de polvos muy finos. Luego recubrió el soporte con varias capas de una especie de yeso. A continuación, «empapó» los pigmentos con agua en la cantidad deseada para su uso inmediato, añadiendo una sustancia aglutinante como el almidón. Tuvo que darse prisa en pintar y hacerlo con gran seguridad debido a la absorción inmediata del pigmento por la imprimación y su rápido secado; esta técnica no admitía superposiciones y arrepentimientos.
Esta Visitación data de finales del siglo XII, cuando el arte románico catalán, inicialmente influido por el estilo bizantino-lombardo, experimentó una evolución original que culminó, como vemos aquí, en la ingeniosa adopción de la «línea clara». Este lenguaje gráfico, necesario ya en el siglo XI para la creación de vidrieras colocadas sobre plomo, fue retomado y teorizado a mediados del siglo XX por Hergé, el genial autor de Tintín, para hacer frente a las limitaciones técnicas que planteaba en su momento la impresión de tiras cómicas en color. Este lenguaje asume que cada elemento está delimitado por una línea negra de espesor constante que forma una celda que recibirá un color determinado, sin degradados ni sombras. Es esta línea, esta línea clara, la que tendrá toda la responsabilidad no solo de dibujar los objetos y situarlos en un lugar inteligible, sino también de expresar los sentimientos y, finalmente, darles el significado, en este caso teológico, que el artista pretende conferir a la imagen publicada.
Vemos que aquí el artista ha cumplido sus especificaciones de manera sobreabundante, con una brillante economía de medios, llegando incluso a situar la escena en un decorado puramente gráfico para imponer la idea de que en todo momento y en todo lugar tiene una dimensión universal y escatológica; un significado que trasciende su historicidad anecdótica. El momento de la imagen es el canto del Magníficat. María e Isabel, mejilla con mejilla, ojo con ojo, manos abiertas hacia el Padre en un solo gesto de alabanza que perfila la paloma del Espíritu Santo, se convierten en un solo cuerpo y una sola alma en alabanza y acción de gracias. La cabeza de Isabel, como si estuviera agrandada por el contacto con la de María, atestigua que acaba de rendir homenaje a María, bendita entre todas las mujeres.
Que esta imagen desnuda de todo adorno nos inspire la santa humildad que nos permita creer en lo impensable: que el Padre quiere hacer maravillas en nuestras vidas según nuestra propia vocación. Y esto no difiere esencialmente de la manera en que realizó maravillas en la vida de la Santísima Virgen María, permitiéndola traer al mundo, por la acción del Espíritu Santo, el amor de Dios que es Jesús, el Hijo de Dios Salvador.
¿Cómo podría suceder esto en cada uno de nosotros? La pequeña Teresa había comenzado a desentrañar este gran misterio cuando dijo a Jesús, en forma de Magníficat: «Ah, Señor, porque quisiste concederme esta gracia hiciste un mandamiento nuevo. ¡Oh! Lo amo porque me da la seguridad de que es tu voluntad amar en mí a todos aquellos a quienes me mandas amar…» (Manuscrito C). A nosotros nos queda, desde el espíritu propio de la infancia, tomarnos la libertad de san Juan (cf. 1 Jn 4,12) para atrevernos a concluir: si nos amamos los unos a los otros como Jesús nos amó, en esta comunión del Espíritu Santo, Dios habita en nosotros y, en nosotros, su amor alcanza su perfección.
Pierre-Marie Dumont
• La Visitación (detalle del retablo de la iglesia de Sant Andreu, Sagàs), escuela española (último cuarto del siglo XII), Museo diocesano de Solsona, Lleida, España. © Bridgeman Images.
(Leer más)