Esposos cristianos, sois el uno para el otro sacramento de la presencia de Cristo
Pierre-Marie Dumont
Juan de Flandes (Ca. 1455-Ca. 1515) fue el pintor oficial de Isabel la Católica (1451-1504), reina de Castilla y unificadora de España junto con su marido Fernando de Aragón. Al final de su vida, como retablo para su oratorio personal, Isabel encargó cuarenta y siete pequeñas pinturas (21 x 16 cm) que repasaban los episodios de la vida de Jesús. Muchas de estas pinturas, por desgracia, se perdieron tras la muerte de la reina, de modo que hoy solo quedan veinticinco, atribuidas con certeza a Juan de Flandes.
La que adorna la portada de este Magnificat, Las bodas de Caná, está ahora en el MET de Nueva York. Aquí, los recién casados asumen los rasgos del príncipe Juan de Aragón –heredero de los reyes católicos Fernando e Isabel– y Margarita de Austria. Su matrimonio, celebrado en 1497, deleitó los corazones de los soberanos y maravilló a España. Él tenía 19 años, ella 17. Nada más conocerse, a pesar de ser un matrimonio concertado, sintieron amor a primera vista. Por desgracia, después de seis meses de un amor apasionado que se convirtió en leyenda, Juan murió repentinamente durante un viaje.
Aquí vemos a los encantadores novios, sentados frente a la mesa del banquete. A su derecha, María, vestida de viuda, José no es mencionado como invitado en el relato del evangelio. Con las manos juntas y la mirada suplicante, intercede ante su divino hijo. Es esta una intercesión efectiva, pues a su lado Jesús bendice el agua que un siervo vierte en una jarra. Y esta agua se transformó en vino. La moraleja de este cuadrito de devoción doméstica es clara: por intercesión de la Virgen María, Jesús invita a los esposos cristianos a llenar sus vidas –a rebosar– de amor humano para que, a través del sacramento del matrimonio, el amor que los une pueda ser elevado al rango del amor divino.
Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco
Las bodas de Caná (Ca. 1500-1504), Juan de Flandes (Ca. 1455-Ca. 1515), Museo Metropolitano de Arte, Nueva York, NY, Estados Unidos. Foto: Dominio público.
Desde el siglo I, han sido muchos los papas que de forma ininterrumpida se han sucedido dejando su huella en la historia de la Iglesia. De su importante papel también se hacen eco las imágenes, como veremos a lo largo de este año en nuestro particular recorrido iconográfico en Magnificat. Es obligado comenzar este itinerario con el apóstol san Pedro, el primado, quien recibió del propio Cristo la misión de encabezar la Iglesia y del que tenemos innumerables representaciones.
Una de las más notables, por su particular historia y su ubicación, la hallamos en la basílica de San Pedro, avanzando por la nave central, en su cruce con el transepto. Se trata de una escultura de bronce atribuida al maestro toscano Arnolfo di Cambio y datada en torno a 1300 ya que podría haber sido realizada con motivo del jubileo proclamado por Bonifacio VIII para dicho año. Sin embargo, no todos los historiadores admiten esta cronología, ya que algunos retrotraen su origen al siglo V. Estos últimos plantean la hipótesis de que pudiera haber sido tallada durante el pontificado de san León I, a partir del bronce fundido resultante de una escultura de Júpiter Capitolino, para subrayar el triunfo del cristianismo sobre el paganismo.
Más allá de su datación, la imagen que nos ocupa cobra especial significado por el lugar en que se encuentra, ya que su contemplación nos lleva a recordar que bajo el pavimento de la basílica vaticana actual se encuentra el «lugar de la memoria», el enterramiento del propio san Pedro, tal como atestiguan las complejas excavaciones arqueológicas impulsadas por Pío XII a partir de 1939 y continuadas por su sucesor Pablo VI hasta 1968. Fue entonces cuando el Pontífice proclamó que lo que creíamos por la tradición había sido constatado por los estudios científicos: la presencia de los restos de san Pedro bajo el monumental baldaquino de Bernini (1623-1634).
Este hecho nos remite al entorno del año 64, cuando el apóstol fue crucificado boca abajo en el circo imperial levantado por Calígula y utilizado posteriormente por Nerón. Tras la muerte de Pedro, su cuerpo fue llevado a la vecina necrópolis vaticana, donde se dispuso en un sencillo enterramiento de pozo excavado y cubierto por una lápida. Desde entonces fueron muchos los peregrinos que acudían a rezar al lugar y, a principios del siglo III tenemos constancia de que un presbítero llamado Gaio erigió un «trofeo» o monumento conmemorativo para señalar el sagrado lugar. Este, similar al alzado para san Pablo en la Via Ostiense (Roma), se componía de cuatro columnas y una austera cubrición y fue colmatada por Constantino, al igual que el resto de la necrópolis, para edificar, a partir del año 319, la basílica paleocristiana dedicada a san Pedro.
Sirva esta breve síntesis histórica para valorar cómo la escultura de Arnolfo di Cambio se convierte en un reclamo más dentro de la basílica actual para recordarnos el origen que da sentido último a todo el conjunto. Pablo V, durante la remodelación de la basílica entre los siglos XVI y XVII, ordenó traer esta escultura desde un claustro próximo hasta la nave central, remitiendo de forma directa al enterramiento del apóstol, en consonancia con las inscripciones de la cúpula o la presencia del baldaquino sobre el altar de la confesión.
La relevancia de la escultura explica la selección de un material noble para su realización, así como el hecho de que se trate de uno de los pocos bronces de la Edad Media que han llegado a nuestros días sin ser fundidos en las épocas posteriores. Desde su origen, la imagen ha sido objeto de devoción por parte de los peregrinos, hasta el punto de que su pie derecho, besado o acariciado por los fieles, prácticamente ha perdido su forma. Este gesto expresa la fidelidad al papa y el reconocimiento de la primacía de Pedro.
Arnolfo di Cambio, formado en la tradición de Nicola Pisano –uno de los grandes maestros de la Escuela italiana del siglo XIII–, revistió a su figura con la túnica y el manto propios de los apóstoles, y añadió las sandalias romanas. La sobriedad de la vestimenta se ve alterada puntualmente dos días del año: el 29 de julio, solemnidad de san Pedro y san Pablo, y el 22 de febrero, fiesta de la Cátedra de san Pedro. En estas fechas, el apóstol es engalanado con atributos propios del poder papal: la capa pluvial púrpura y oro, el anillo del pescador y la tiara de triple corona, utilizada en la ceremonia de coronación de los papas hasta el pontificado de Pablo VI. El simbolismo de este último motivo hace referencia a la Iglesia militante, la Iglesia purgante y la Iglesia triunfante, si bien carecemos de referencias literarias que permitan avalar esta lectura.
Junto a estos signos de distinción –que revelan la unidad entre el arte y la liturgia, pues se añaden coincidiendo con las solemnidades de san Pedro–, el resto del año contemplamos otros motivos identificativos del apóstol. Nos referimos, en primer lugar, al trono de mármol renacentista que configura la tipología del santo «in catedra», en un sitial desde el que se acentúa la solemnidad y su autoridad ante los fieles y ante sus sucesores, así como su papel como obispo de Roma. Este detalle encuentra correspondencia en el ábside la basílica, donde se alza la cátedra de san Pedro en la monumental escenografía construida por Bernini entre 1656 y 1666.
Por otra parte, Arnolfo di Cambio no olvida las llaves, convertidas en atributo iconográfico por excelencia de san Pedro, derivadas de las palabras que Cristo dirigió al apóstol: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos. Todo lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo» (Mt 16,18-19). Las palabras recogidas en el evangelio se inscriben también en la base de la cúpula de la basílica, por lo que de nuevo podemos hablar de relación de la escultura con la escenografía que la rodea. Junto a las llaves, encontramos el gesto de la mano derecha del apóstol, dispensando su bendición a quienes se acercan para venerarlo. La dignidad de la pieza se subraya en la segunda mitad del siglo XIX con el baldaquino bordado que lo enmarca.
El toscano Arnolfo di Cambio, que había consolidado su carrera trabajando en la catedral florentina de Santa María de las Flores y en la ciudad de Orvieto, se revela como escultor que conoce la técnica de la cultura grecolatina para el tratamiento del bronce, lo que le lleva a dominar la volumetría de su figura, la profundidad de pliegues de los ropajes y la precisión en el tratamiento del rostro y del cabello. Con estas destrezas acentúa la solemnidad requerida por una imagen destinada a la basílica de San Pedro. Su contemplación en la actualidad nos lleva a reconocer la unidad entre la escultura y el marco arquitectónico que la rodea, donde todo está pensado para hacer memoria del Apóstol y de su enterramiento en la necrópolis vaticana.
María Rodríguez Velasco Profesora de Historia del arte, Universidad CEU San Pablo, Madrid
Juan de Flandes (Ca. 1455-Ca. 1515) fue el pintor oficial de Isabel la Católica (1451-1504), reina de Castilla y unificadora de España junto con su marido Fernando de Aragón. Al final de su vida, como retablo para su oratorio personal, Isabel encargó cuarenta y siete pequeñas pinturas (21 x 16 cm) que repasaban los episodios de la vida de Jesús. Muchas de estas pinturas, por desgracia, se perdieron tras la muerte de la reina, de modo que hoy solo quedan veinticinco, atribuidas con certeza a Juan de Flandes.
La que adorna la portada de este Magnificat, Las bodas de Caná, está ahora en el MET de Nueva York. Aquí, los recién casados asumen los rasgos del príncipe Juan de Aragón –heredero de los reyes católicos Fernando e Isabel– y Margarita de Austria. Su matrimonio, celebrado en 1497, deleitó los corazones de los soberanos y maravilló a España. Él tenía 19 años, ella 17. Nada más conocerse, a pesar de ser un matrimonio concertado, sintieron amor a primera vista. Por desgracia, después de seis meses de un amor apasionado que se convirtió en leyenda, Juan murió repentinamente durante un viaje.
Aquí vemos a los encantadores novios, sentados frente a la mesa del banquete. A su derecha, María, vestida de viuda, José no es mencionado como invitado en el relato del evangelio. Con las manos juntas y la mirada suplicante, intercede ante su divino hijo. Es esta una intercesión efectiva, pues a su lado Jesús bendice el agua que un siervo vierte en una jarra. Y esta agua se transformó en vino. La moraleja de este cuadrito de devoción doméstica es clara: por intercesión de la Virgen María, Jesús invita a los esposos cristianos a llenar sus vidas –a rebosar– de amor humano para que, a través del sacramento del matrimonio, el amor que los une pueda ser elevado al rango del amor divino.
Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco
Las bodas de Caná (Ca. 1500-1504), Juan de Flandes (Ca. 1455-Ca. 1515), Museo Metropolitano de Arte, Nueva York, NY, Estados Unidos. Foto: Dominio público.
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