El árbol de Jesé es una figura simbólica que apareció a finales del siglo XI en la ilustración de manuscritos miniados. Más tarde se retomó en el arte de las vidrieras e incluso en la escultura. Frente a lo que parece, no se trata del árbol genealógico de Jesús, aunque los artistas se inspiraron en la genealogía inaugural del evangelio según san Mateo, hasta el punto de que el árbol de Jesé, perdiendo su vocación primera, sirvió a menudo de frontispicio en los manuscritos del primer evangelio y, por tanto, de los evangeliarios. En cualquier caso, el árbol de Jesé sigue siendo esencialmente un mensaje que muestra el cumplimiento de las Escrituras, según la profecía de Isaías (Is 11,1-2a. 10; 12,2-4):
Pero brotará un renuevo del tronco de Jesé, y de su raíz florecerá un vástago. Sobre él se posará el espíritu del Señor. Aquel día, la raíz de Jesé será elevada como enseña de los pueblos: se volverán hacia ella las naciones y será gloriosa su morada. Él es mi Dios y Salvador: confiaré y no temeré, porque mi fuerza y mi poder es el Señor, él fue mi salvación. Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación. Aquel día diréis: «Dad gracias al Señor, invocad su nombre, contad a los pueblos sus hazañas, proclamad que su nombre es excelso».
Lo mismo ocurre con la miniatura del siglo XVI que ilumina la portada de Magnificat este mes: el árbol nacido de la raíz de Jesé no conduce genealógicamente al Niño Jesús a través de José, descendiente de David y «esposo de María», como relata san Mateo (1,16), sino que, jugando con las palabras latinas virga, tronco, y Virgo, Virgen, esta imagen nos muestra que el tronco de Jesé en su apogeo produce la flor de la promesa, María, que da al mundo su fruto, Jesús.
Adoremos a este niño, rey desnudo
Antes de la Virgen con el Niño, doce reyes de Israel nacieron en el tronco de Jesé: David, en primer lugar, aunque aquí no se le reconoce por su atributo tradicional, la lira. El número doce es una pura convención: el doce es el número sublime por excelencia, porque el número y la suma de sus divisores son números perfectos. Este es el número del pueblo elegido, que consta de doce tribus. Este será el número convencional de los elegidos en Apocalipsis (12x12 = 144; 144x1000 [que significa la multitud] = 144000). Aquí, los doce reyes representan a todos aquellos que guiaron a Israel –sacerdotes, profetas y reyes– al cumplimiento del tiempo. También prefiguran a los doce apóstoles que guiarán a la Iglesia en su peregrinación sobre la tierra.
Así, igual que en la raíz del árbol el pastor Jesé atestigua que el hijo de la Virgen María es verdaderamente el buen Pastor profetizado por Isaías, los doce reyes nacidos de su savia testifican que el niño Jesús encarnará y cumplirá, más allá de toda esperanza, la vocación de la realeza de Israel, extendiéndola a todas las naciones, a todo el universo y hasta la diestra de Dios. En este sentido, el último domingo del año litúrgico celebra a Cristo, Rey del universo.
Así, pues, adoremos a este niño, un rey desnudo, despojado de todo poder humano. Y, sin embargo, impaciente por ocuparse de los asuntos de su Padre que está en los cielos y de hacer su voluntad, se arroja hacia el rey que estaba a su derecha, para tomar de sus manos el rollo (sefer) de la Torá –aquí la Ley y las Profecías– que está destinado a cumplir. Sin embargo, el rey que está a su izquierda le presenta religiosamente los atributos del Salvator Mundi: el orbe, que simboliza la creación salvada, coronado por la cruz, que dice a qué precio.
[Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco]
La pintura que contemplamos recoge uno de los episodios del ciclo de la resurrección de Cristo: su aparición a los discípulos de Emaús. Recrea más concretamente la cena que el Señor compartió con ellos tras haber caminado juntos desde Jerusalén hacia Emaús, tal como relata san Lucas (24,13-35). Este tema fue tratado en varias ocasiones por Rembrandt a lo largo de su vida, tanto en óleo como en grabados, con variantes en la escenografía y en el tratamiento de las figuras.
La versión que nos ocupa muestra la evolución pictórica del maestro, que decidió abandonar en 1621 la formación académica humanística auspiciada por su familia para dedicarse por entero a la pintura, inicialmente en su localidad natal, Leiden, donde asistió al taller de Jacob van Swanenburgh. Tres años más tarde decidió dar el salto a Ámsterdam, al estudio del maestro Pieter Lastman, quien le introdujo en el estudio de la escuela italiana, especialmente a través de las obras de Rafael. Lastman era un pintor destacado en el género histórico que cuidaba meticulosamente la preparación de sus obras y el acabado de los detalles.
En este taller, Rembrandt conoció a Jan Lievens, con quien compartió su primer estudio como maestro independiente, en Leiden, a partir de 1626. Ya por entonces despuntaba por su técnica, y su fama llegó hasta la corte de La Haya, que le hizo no pocos encargos, convirtiéndose el príncipe Federico Enrique de Orange-Nassau en uno de sus comitentes más notables. Sin duda, esto consolidó su carrera y facilitó que pudiera establecerse en Ámsterdam en 1631, donde se convirtió en el gran retratista de la burguesía.
Desde entonces fueron también numerosos sus autorretratos, espejo de la gloria y la progresiva decadencia del pintor. Y es que su productividad pictórica, su versatilidad en los distintos temas y formatos, no se correspondió con una buena gestión de su fama, viviendo un lujo que no podía cubrir con la venta de sus obras. Sus dificultades económicas se agravaron a partir de 1642, tras la muerte de su esposa, Saskia van Uylenburgh, con quien tuvo cuatro hijos de los que únicamente sobrevivió uno, Titus, circunstancia que ensombreció el carácter del pintor. Sus amoríos posteriores agudizaron una penuria económica que le llevó a vender en subasta pública su colección de dibujos, bustos, estampas y pinturas.
Desde el preciosismo técnico, Rembrandt se erigió en gran contador de historias, como demuestra la Cena de Emaús. En esta tabla, la suntuosidad de los ropajes y las joyas propia de los retratos burgueses deja paso a la sobriedad del encuentro entre Cristo y los discípulos en un lúgubre interior, desprovisto de elementos ornamentales. San Lucas en su evangelio únicamente identificó a Cleofás, si bien en las imágenes no hay interés por la individualización de aquellos hombres a los que Cristo se apareció mientras se dirigían a Emaús. La iconografía recoge en muchas ocasiones el instante previo del camino, si bien el arte de la Contrarreforma privilegió la representación de la cena. Esto obedecía al deseo de que las imágenes afirmaran el sacramento de la Eucaristía, idea reforzada en el encuentro de Cristo con los discípulos de Emaús, ya que estos únicamente le reconocen por la bendición del pan, pensando hasta entonces que se trataba de un forastero: «Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista» (Lc 24,30-31).
Precisamente es este gesto de la fracción del pan el que centraliza la pintura, enfatizado por el estudio lumínico y la disposición de los personajes secundarios con un equilibrio compositivo heredado del clasicismo. Ante la serenidad de Cristo, con la mirada elevada, dirigida al Padre, destaca el sobresalto de los discípulos sentados a la mesa junto a él. Su agitación delata el reconocimiento del Mesías, su asombro y certeza al contemplar la partición del pan. Sus pies parecen prontos a levantarse, presos del estupor ante el Maestro, anticipando así el momento posterior del relato de san Lucas, cuando se señala que ambos regresaron inmediatamente a Jerusalén para contar a los apóstoles lo que habían visto, como testigos privilegiados de la resurrección de Cristo: «Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo reconocieron a Jesús al partir el pan» (Lc 24,35). Junto a ellos, remarcando la cotidianidad del encuentro, un sirviente trae el asado y parece ajeno a la excepcionalidad del instante. La rudeza de estas tres figuras contrasta con la mayor idealización de Cristo resucitado, que se revela en su naturaleza divina, tal como denota la luz dorada que enmarca su rostro.
La intensidad expresiva de la pintura se ve acentuada por el tratamiento lumínico para sugerir el nocturno. Lo sobrenatural y lo humano se funden en este sencillo interior de austeras sillas de madera y mimbre en torno a una mesa anacrónica, propia de las estancias del siglo XVII y del gusto cortesano de Rembrandt. El mantel se convierte en foco central de la composición para la iluminación de los protagonistas y de las pocas líneas que definen la estancia. El pintor fue un gran admirador del tenebrismo de Caravaggio, si bien en esta obra el tenue claroscuro no anula la profundidad, definiéndose una forma absidial tras la figura de Cristo, como si el pintor se hubiera propuesto sacralizar este interior con un recuerdo más directo de la Eucaristía, a la que nos remite la fracción del pan.
Otros recursos perspectivos son la puerta abierta, que sugiere estancias que van más allá de la contemplación de la tabla, y el discípulo que da la espalda al espectador, invitándonos a contemplar lo mismo que él y por tanto a adentrarnos en los planos sucesivos de la pintura. Bajo su asiento, apenas esbozado por rápidas pinceladas, advertimos un perro, eco de los detalles pintorescos que Rembrandt había introducido en los retratos y pinturas sacras de épocas anteriores, dominadas por un cromatismo más vivo y por una gran minuciosidad descriptiva de ropajes y joyas. Aquí el pintor capta lo esencial, con una paleta cromática de tonos terrosos que lo aleja de su admiración por Tiziano y refleja su penuria económica. Sí podríamos apuntar la influencia del veneciano en las pinceladas deshechas que van trabando la unidad entre los personajes y el marco espacial, sin olvidar el rigor del dibujo académico dominante en la obra del holandés desde su aprendizaje inicial.
La creatividad del maestro, su deseo de renovar continuamente las composiciones, queda patente en esta recreación de la Cena de Emaús, que explica que Rembrandt se haya convertido en una de las grandes referencias de la escuela holandesa del siglo XVII. Su reconocimiento trasciende su época, como demuestra que, a finales del siglo XIX, Vincent van Gogh, en las Cartas a su hermano Theo, lo exaltara como «mago de la pintura» por su magistral empleo del dibujo y la luz. Además, ambos conocieron la gloria y el dolor a lo largo de su vida.
María Rodríguez Velasco
Profesora de Historia del arte, Universidad CEU San Pablo, Madrid
El árbol de Jesé es una figura simbólica que apareció a finales del siglo XI en la ilustración de manuscritos miniados. Más tarde se retomó en el arte de las vidrieras e incluso en la escultura. Frente a lo que parece, no se trata del árbol genealógico de Jesús, aunque los artistas se inspiraron en la genealogía inaugural del evangelio según san Mateo, hasta el punto de que el árbol de Jesé, perdiendo su vocación primera, sirvió a menudo de frontispicio en los manuscritos del primer evangelio y, por tanto, de los evangeliarios. En cualquier caso, el árbol de Jesé sigue siendo esencialmente un mensaje que muestra el cumplimiento de las Escrituras, según la profecía de Isaías (Is 11,1-2a. 10; 12,2-4):
Pero brotará un renuevo del tronco de Jesé,
y de su raíz florecerá un vástago.
Sobre él se posará el espíritu del Señor.
Aquel día, la raíz de Jesé será elevada
como enseña de los pueblos:
se volverán hacia ella las naciones
y será gloriosa su morada.
Él es mi Dios y Salvador:
confiaré y no temeré,
porque mi fuerza y mi poder es el Señor,
él fue mi salvación.
Y sacaréis aguas con gozo de las fuentes de la salvación.
Aquel día diréis: «Dad gracias al Señor,
invocad su nombre, contad a los pueblos sus hazañas,
proclamad que su nombre es excelso».
Lo mismo ocurre con la miniatura del siglo XVI que ilumina la portada de Magnificat este mes: el árbol nacido de la raíz de Jesé no conduce genealógicamente al Niño Jesús a través de José, descendiente de David y «esposo de María», como relata san Mateo (1,16), sino que, jugando con las palabras latinas virga, tronco, y Virgo, Virgen, esta imagen nos muestra que el tronco de Jesé en su apogeo produce la flor de la promesa, María, que da al mundo su fruto, Jesús.
Adoremos a este niño, rey desnudo
Antes de la Virgen con el Niño, doce reyes de Israel nacieron en el tronco de Jesé: David, en primer lugar, aunque aquí no se le reconoce por su atributo tradicional, la lira. El número doce es una pura convención: el doce es el número sublime por excelencia, porque el número y la suma de sus divisores son números perfectos. Este es el número del pueblo elegido, que consta de doce tribus. Este será el número convencional de los elegidos en Apocalipsis (12x12 = 144; 144x1000 [que significa la multitud] = 144000). Aquí, los doce reyes representan a todos aquellos que guiaron a Israel –sacerdotes, profetas y reyes– al cumplimiento del tiempo. También prefiguran a los doce apóstoles que guiarán a la Iglesia en su peregrinación sobre la tierra.
Así, igual que en la raíz del árbol el pastor Jesé atestigua que el hijo de la Virgen María es verdaderamente el buen Pastor profetizado por Isaías, los doce reyes nacidos de su savia testifican que el niño Jesús encarnará y cumplirá, más allá de toda esperanza, la vocación de la realeza de Israel, extendiéndola a todas las naciones, a todo el universo y hasta la diestra de Dios. En este sentido, el último domingo del año litúrgico celebra a Cristo, Rey del universo.
Así, pues, adoremos a este niño, un rey desnudo, despojado de todo poder humano. Y, sin embargo, impaciente por ocuparse de los asuntos de su Padre que está en los cielos y de hacer su voluntad, se arroja hacia el rey que estaba a su derecha, para tomar de sus manos el rollo (sefer) de la Torá –aquí la Ley y las Profecías– que está destinado a cumplir. Sin embargo, el rey que está a su izquierda le presenta religiosamente los atributos del Salvator Mundi: el orbe, que simboliza la creación salvada, coronado por la cruz, que dice a qué precio.
[Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco]
• El árbol de Jesé (Ca. 1535), atribuido a Girolamo Genga (1476-1551), Londres, National Gallery. © Heritage Images/Fine Art Images/akg-imágenes.
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