Esta miniatura inglesa del siglo XII representa el regreso de san Cutberto († 687) y dos hermanos monjes de la tierra de los pictos, donde estaban en misión. Habiendo resistido a los romanos, los pictos mantuvieron hasta el siglo X un poderoso reino que representaba buena parte de la actual Escocia, un reino en el que el cristianismo no había logrado implantarse hasta que san Cutberto lo evangelizó. Existe una verdadera leyenda dorada sobre la misión de san Cutberto con los pictos. Al igual que de los misioneros más santos, con razón se decía de él que cumplió la profecía del Señor: «Haréis las mismas obras que yo, y aun mayores» (cf. Jn 14,12). Luego fue creado obispo del reino de Lot, al suroeste de Escocia. En la leyenda artúrica, Lot era el esposo de la hermana de Arturo, Morgause, y el padre de Sir Gawain, Gareth y Mordred.
Aquí, el mar, con su inmenso oleaje, es el lugar donde perecen los egipcios, así como los cerdos poseídos por demonios. Es la representación del universo pervertido por el pecado original, puesto bajo el dominio de Satanás, Príncipe de este mundo. Pero también es el lugar que Jesús recorre sin hundirse en él, el lugar donde fluctúa la nave de la Iglesia (fluctuat nec mergitur). Esta nave es representada en su peregrinación primordial: la misión.
El fondo rojo del cielo está hecho de óxido de plomo, el minio que dio nombre a las miniaturas. El cielo de ascuas representa el fuego del infierno al que estaban destinadas las almas pictas antes de su paso de las aguas del abismo a las aguas del bautismo. El fondo está aquí sembrado de flores de lis: con su corola abierta hacia arriba, simbolizan las almas abiertas a la recepción de la gracia de la salvación. De ahora en adelante, estas almas, al incorporarse a la Iglesia, serán partícipes de la caridad de Cristo, y así escaparán de la condenación a la que estaban abocadas. En la comunión de los santos, se convertirán en miembros activos del reino de Cristo, aquí representado por un luminoso fondo dorado, que se extiende no exactamente hacia arriba, sino hacia la profundidad infinita de su cumplimiento celestial, el asidero terrestre de la nave de la Iglesia. Más allá de este asidero bien definido, no hay salvación: el abismo de perdición representado por el mar conduce inevitablemente al horror de la condenación representada por el fuego enrojecido del infierno. De ahí la primera y absoluta exigencia de la caridad que, para los cristianos, se encarna en la misión.
El Arca nueva y eterna surcando los mares
La misión es la esencia de lo que falta a la pasión de Cristo por parte de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24). Es lo que deben asumir sus discípulos hasta que él vuelva.
Sin embargo, nos adelantamos a señalar que la misión es solo lo que falta a la pasión de Cristo, a la que, en realidad, no le falta nada para la gloria de Dios y nuestra salvación. Por eso, el marco en el que se sitúa esta representación dinámica del Arca nueva y eterna –que surca los mares para rescatar a todos de la maldición de haber nacido por la gracia del renacimiento bautismal, abarcando tanto a la Iglesia como al abismo y los infiernos– es dorado como el cielo de los elegidos. Representa la infinitud de la misericordia divina que, en la persona de Jesucristo que regresa en gloria en el último día, dará la última palabra de la historia. ¿Podemos salvarnos fuera de la Iglesia? Para el hombre, es imposible. Pero para Dios, todo es posible. «La voluntad de nuestro Padre que está en los cielos –nos dice Jesús– es que no se pierda ni uno solo de sus hijos» (cf. Mt 18,14).
Y así, al regresar de la tierra de los pictos, mientras san Cutberto da gracias con las manos abiertas por la pesca milagrosa que le fue encomendada, su hermano de misión, en la proa de la Iglesia, señala con su dedo índice a todas las almas salvadas.
Pierre-Marie Dumont
[Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco]
Juan de Flandes fue uno de los pintores de corte preferidos de Isabel la Católica, gran mecenas y coleccionista de arte, que sentía predilección por el realismo y detallismo propios de los primitivos flamencos. La relevancia de la reina como promotora fue tal que las manifestaciones más tardías del gótico en España han sido definidas como propias del «estilo isabelino». Aunque no podamos atribuir con total certeza esta pintura a Juan de Flandes, documentado al servicio de la reina entre 1496 y 1504, lo cierto es que la definición de los rostros de las figuras, así como el tratamiento de la escenografía remiten a su factura, por lo que se ha atribuido a su taller e incluso, desde finales del siglo XIX, a su propia persona.
En cualquier caso, es muy difícil concretar hasta dónde llega la mano del maestro y donde comienza la intervención de sus colaboradores, entre los que destacó el estonio Michel Sittow, citado en 1516 en un inventario de las pinturas de doña Margarita de Austria, quien había heredado de su hermano Felipe el Hermoso numerosas piezas procedentes de la colección de Isabel la Católica, entre las que se encontraba la que hoy contemplamos.
La Última Cena actualmente se presenta como pintura independiente en la colección Apsley, pero en origen formaba parte de un conjunto mayor, el Políptico de Isabel la Católica, destinado a la devoción privada de la reina. Compuesto por cuarenta y siete tablas, su condición portátil hizo que acompañara a doña Isabel en sus desplazamientos por el reino, incluso en el momento de su muerte, acaecida en Medina del Campo el 26 de noviembre de 1504.
Pocos meses después, en un inventario de los bienes de la reina datado el 25 de febrero de 1505, se puede constatar que la pieza ya había sido desmontada, dispersándose sus tablas en distintas colecciones, perdiéndose así la unidad de su programa iconográfico. Este conformaba un relato pintado de la vida de Cristo, con especial protagonismo de su Madre. Respecto a la Última Cena, sabemos que fue durante la Guerra de la Independencia cuando el duque de Wellington la tomó de las colecciones reales, lo que explica su presencia en la institución londinense.
Entre las escenas que remitían a la pasión de Cristo en el Políptico, destacaba la Última Cena por su tratamiento de los personajes y su escenografía. El gesto de Cristo y la anacrónica presencia de la Sagrada Forma y del cáliz evidencian que Juan de Flandes escogió la fórmula iconográfica que recordaba la institución de la Eucaristía durante la Cena pascual de Cristo con sus discípulos. De este modo, se manifestaba una relación directa entre la pintura y la liturgia del Jueves Santo, acentuada por la presencia del lavatorio de los pies en el plano más alejado de la representación.
Cristo sobresale por su jerarquización en la imagen, por su aureola cruciforme y por la serenidad de su rostro, que contrasta con la mayor variedad de los gestos de los apóstoles ante la excepcionalidad del instante. Sus rasgos se individualizan con notable realismo y profunda humanidad, subrayando la intensidad expresiva de la pintura. Podemos identificar a san Juan, por su rostro imberbe y, sobre todo, por disponerse junto a Cristo, obedeciendo a la narración de su propio evangelio: «Uno de ellos –el discípulo al que Jesús amaba– estaba reclinado muy cerca de Jesús» (Jn 13,23). Estas palabras fueron recogidas y reinterpretadas en escritos místicos de gran relevancia para la iconografía de finales de la Edad Media, como las Meditaciones sobre la vida de Cristo de san Buenaventura, donde podemos leer: «Mas Juan –que, poniéndose a su lado, nunca se separó de él–, a pesar de ser el más joven de los apóstoles, en esta cena se sentó al lado del Señor».
Entre los discípulos podemos reconocer igualmente a Judas Iscariote, de espaldas al espectador e interpelado por el apóstol que se sienta junto a él, con una enérgica actitud que denota el instante previo a abandonar la estancia. Su caracterización se completa con el saco con las treinta monedas de plata que se dispone bajo su anacrónico sitial, más propio de las estancias cortesanas del siglo XV. El pintor dispersa algunas monedas por el suelo para mayor claridad expositiva y para anticipar el tiempo inmediatamente posterior en el ciclo de la pasión de Cristo, por lo que la narración va más allá de los límites de la tabla, aunando el instante presente con el pasado y el futuro.
En este sentido, también en primer término de la composición, advertimos la presencia de ramas de olivo que remiten a la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén, anterior al episodio que contemplamos y también representada por Juan de Flandes en otra de las tablas del Políptico. Junto a este motivo, se dispone una jarra que evoca el lavatorio de los pies, escena que Juan de Flandes sugiere también de forma explícita en la arquitectura que se abre en el paisaje. Por tanto, motivos que pueden parecer ornamentales o secundarios enriquecen el significado último de la pintura como parte del relato de la pasión de Cristo.
Juan de Flandes destacó por el tratamiento del espacio, por la integración de las figuras en escenografías monumentales. Como es habitual en el tratamiento de esta escena, la mesa es referencia clave para la disposición de los personajes y el formato circular escogido por el pintor favorece la sucesión de planos compositivos. El apóstol vuelto al espectador se convierte en reclamo para introducirnos en la imagen, conduciendo nuestra mirada hacia el gesto protagonista. En su particular cenáculo, Juan de Flandes funde la sacralidad de la fracción del pan con detalles cotidianos, como la tabla que decora el interior o el discípulo que porta el cordero asado a la mesa, sugiriendo a su vez su llegada desde una estancia paralela.
Esta continuidad espacial es subrayada por la arquería que nos lleva al paisaje en el que la precisión de las figuras protagonistas deja paso a la captación de la lejanía. En el exterior, una arquitectura inspirada en los modelos del gótico tardío es marco para la recreación del lavatorio de los pies, apenas sugerido, pero reconocible en la figura de Cristo arrodillado ante uno de los apóstoles, probablemente san Pedro, si nos atenemos a la tradición iconográfica anterior.
El pintor se muestra como gran conocedor de la arquitectura de su época, donde a las estructuras propias del hispanoflamenco comenzaban a incorporarse formas de tradición clasicista, como el arco de medio punto y la pilastra de capitel corintio que ordena los planos principales de esta pintura. Además, su dominio de la técnica del óleo y de la aplicación de las veladuras se traducen en una captación de la luz atmosférica que unifica la composición, sin aplicar todavía el cálculo matemático que ya trabajaban sus coetáneos italianos para plantear la perspectiva. Al equilibrio compositivo también contribuye la paleta cromática, con suaves y ricas gradaciones tonales derivadas del sutil tratamiento de la luz.
Juan de Flandes revela en esta pintura su maestría en el dibujo y en el empleo del color, pero, sobre todo, su gran creatividad al renovar uno de los episodios más representados en los repertorios cristianos. La humanidad de las figuras, que no resta solemnidad al instante, explica que la tabla moviera a la devoción personal de la reina Isabel la Católica y que ennobleciera con su presencia la liturgia de la corte.
María Rodríguez Velasco Profesora de Historia del arte, Universidad CEU San Pablo, Madrid
Esta miniatura inglesa del siglo XII representa el regreso de san Cutberto († 687) y dos hermanos monjes de la tierra de los pictos, donde estaban en misión. Habiendo resistido a los romanos, los pictos mantuvieron hasta el siglo X un poderoso reino que representaba buena parte de la actual Escocia, un reino en el que el cristianismo no había logrado implantarse hasta que san Cutberto lo evangelizó. Existe una verdadera leyenda dorada sobre la misión de san Cutberto con los pictos. Al igual que de los misioneros más santos, con razón se decía de él que cumplió la profecía del Señor: «Haréis las mismas obras que yo, y aun mayores» (cf. Jn 14,12). Luego fue creado obispo del reino de Lot, al suroeste de Escocia. En la leyenda artúrica, Lot era el esposo de la hermana de Arturo, Morgause, y el padre de Sir Gawain, Gareth y Mordred.
Aquí, el mar, con su inmenso oleaje, es el lugar donde perecen los egipcios, así como los cerdos poseídos por demonios. Es la representación del universo pervertido por el pecado original, puesto bajo el dominio de Satanás, Príncipe de este mundo. Pero también es el lugar que Jesús recorre sin hundirse en él, el lugar donde fluctúa la nave de la Iglesia (fluctuat nec mergitur). Esta nave es representada en su peregrinación primordial: la misión.
El fondo rojo del cielo está hecho de óxido de plomo, el minio que dio nombre a las miniaturas. El cielo de ascuas representa el fuego del infierno al que estaban destinadas las almas pictas antes de su paso de las aguas del abismo a las aguas del bautismo. El fondo está aquí sembrado de flores de lis: con su corola abierta hacia arriba, simbolizan las almas abiertas a la recepción de la gracia de la salvación. De ahora en adelante, estas almas, al incorporarse a la Iglesia, serán partícipes de la caridad de Cristo, y así escaparán de la condenación a la que estaban abocadas. En la comunión de los santos, se convertirán en miembros activos del reino de Cristo, aquí representado por un luminoso fondo dorado, que se extiende no exactamente hacia arriba, sino hacia la profundidad infinita de su cumplimiento celestial, el asidero terrestre de la nave de la Iglesia. Más allá de este asidero bien definido, no hay salvación: el abismo de perdición representado por el mar conduce inevitablemente al horror de la condenación representada por el fuego enrojecido del infierno. De ahí la primera y absoluta exigencia de la caridad que, para los cristianos, se encarna en la misión.
El Arca nueva y eterna surcando los mares
La misión es la esencia de lo que falta a la pasión de Cristo por parte de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24). Es lo que deben asumir sus discípulos hasta que él vuelva.
Sin embargo, nos adelantamos a señalar que la misión es solo lo que falta a la pasión de Cristo, a la que, en realidad, no le falta nada para la gloria de Dios y nuestra salvación. Por eso, el marco en el que se sitúa esta representación dinámica del Arca nueva y eterna –que surca los mares para rescatar a todos de la maldición de haber nacido por la gracia del renacimiento bautismal, abarcando tanto a la Iglesia como al abismo y los infiernos– es dorado como el cielo de los elegidos. Representa la infinitud de la misericordia divina que, en la persona de Jesucristo que regresa en gloria en el último día, dará la última palabra de la historia. ¿Podemos salvarnos fuera de la Iglesia? Para el hombre, es imposible. Pero para Dios, todo es posible. «La voluntad de nuestro Padre que está en los cielos –nos dice Jesús– es que no se pierda ni uno solo de sus hijos» (cf. Mt 18,14).
Y así, al regresar de la tierra de los pictos, mientras san Cutberto da gracias con las manos abiertas por la pesca milagrosa que le fue encomendada, su hermano de misión, en la proa de la Iglesia, señala con su dedo índice a todas las almas salvadas.
Pierre-Marie Dumont
[Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco]
• San Cutberto y dos hermanos navegando hacia la tierra de los Pictos, miniatura tomada de la Vida de san Cutberto, siglo XII, Londres, British Library. © akg-images/British Library.
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