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Música «in excelsis»
Pierre-Marie Dumont
El Buen Samaritano, Ca. 1562
Jacopo Bassano (Ca. 1510-1592)
A la muerte de su padre, Francesco el Viejo, en 1539, Jacopo asumió la dirección del obrador familiar en su localidad natal, Bassano de Grappa, al noroeste de Venecia. Pero, además de buscar inspiración en la figura paterna, Jacopo quiso conocer de forma directa las pinturas de los grandes maestros venecianos, por lo que viajó a la ciudad de los canales, donde fue acogido por Pitati, gran admirador de Tiziano. Finalmente, el taller de los Bassano se afianzó a lo largo del Cinquecento con la especialización en temas religiosos, trabajados con tal realismo, tanto en los personajes como en los paisajes, que casi se podrían confundir con escenas de género.
En este sentido, se ha apuntado que podríamos estar ante el preludio del naturalismo barroco. Así se aprecia en la recreación del Buen Samaritano conservada en la National Gallery (Londres), inspirada en la parábola de san Lucas que nos habla del amor al prójimo y cuya representación se prodigaba desde el siglo XVI, asociada a la iconografía de las obras de misericordia. Bassano fue uno de los primeros maestros en captar esta parábola y la reinterpretó en varias ocasiones a lo largo de su carrera.
En el primer término de esta pintura, Bassano capta el esfuerzo del samaritano por subir al herido a la mula, plasmando en la tensión de las piernas y en el realismo del rostro la fuerza requerida para ello. Una mirada atenta al pie dispuesto sobre las rocas refleja el coraje del samaritano en la tensión de venas y músculos. Este estudio anatómico se hace más evidente en la figura del herido, convertida por Bassano en reclamo lumínico de la composición. Su disposición parece inspirarse en las esculturas que Miguel Ángel había realizado para los monumentos fúnebres de los Médicis, en la sacristía nueva de San Lorenzo (Florencia).
El tratamiento del cuerpo revela una profunda humanidad y se aleja de la idealización que había marcado la plenitud renacentista. A su vez, la desnudez traduce en la pintura las palabras del evangelio: «Cayó en manos de unos bandidos que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon dejándolo medio muerto» (Lc 10,30). Las heridas de la cabeza ya han sido vendadas, como muestran los paños recreados por el pintor con magistral gradación lumínica. Su cuerpo desnudo queda enmarcado por los ropajes del samaritano, la mancha cromática más destacada de la pintura que evidencia la influencia de Tiziano.
Las figuras animales completan el primer término, con pinceladas naturalistas que se convirtieron en uno de los signos de identidad de los Bassano. Las líneas diagonales trazadas por su disposición nos conducen en la profundidad de la pintura, llevando nuestra mirada a la sucesión de planos. Los perros parecen lamer la sangre del herido, mientras que la cabalgadura espera para poder trasladarlo a la ciudad de Jericó, que se adivina en el fondo de un paisaje que sintetiza el camino de Jerusalén a Jericó.
En esta travesía, apenas esbozados, se alejan el sacerdote y el levita, figuras que acentúan el carácter narrativo de la pintura remitiéndonos a los primeros versículos de san Lucas: «Un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo, dio un rodeo y pasó de largo» (Lc 10,31-32). La deshumanización de sus rostros y la rapidez de sus pasos contrastan con la compasión y ternura del samaritano que tiñe de silencio la contemplación de la pintura.
Bassano parece haberse inspirado en Tiziano para la concepción de un paisaje que combina un montículo rocoso, que enmarca a los protagonistas y acentúa su volumetría, con un camino abierto que nos conduce a Jericó. El planteamiento de esta escenografía está en consonancia con la disposición de las figuras que se integran en la captación atmosférica que refiere la lejanía. El hecho de que el pintor acentúe la luminosidad del plano más alejado de su composición es un recurso más para llevar nuestra mirada hacia este punto, obligándonos a una lectura completa de la obra.
Bassano hace alarde de su técnica colorista para sugerir las montañas o las elevadas torres de la ciudad, que se contraponen en su indefinición con la precisión de la vasija que refiere los cuidados del samaritano: «Echándole aceite y vino» (Lc 10,34). Detalles como este revelan que Bassano también conoció y admiró las pinturas de Rafael y Parmigianino a partir de los grabados que coleccionaba en su propio taller. A partir de esto podemos hablar de un equilibrio perfecto entre dibujo y color, los dos pilares de la pintura.
Su atención al detalle, el naturalismo con que aborda los episodios bíblicos, prescindiendo de motivos explícitamente sacros, su dominio de la luz y del color explican el reconocimiento de sus coetáneos y los muchos encargos que recibía su taller, si bien haber apostado por permanecer en su localidad natal hizo que con frecuencia quedara eclipsado por los máximos representantes de la escuela veneciana del siglo XVI: Tiziano, Tintoretto y Veronés.
El interés de Bassano por plasmar la luz nocturna en sus pinturas hizo que se acercaran a su estudio quienes querían ejercitarse en el tratamiento lumínico. Así despertó el interés de El Greco durante su estancia veneciana, entre 1567 y 1570. La herencia pictórica de Jacopo Bassano fue recogida por su hijo Francesco, quien abrió estudio en la propia Venecia y recibió encargos de gran relevancia, como los procedentes del palacio ducal. A menudo el joven replicaba escenas y figuras trabajadas por su progenitor.
En ambos artistas domina el silencio pictórico, la ausencia de teatralidad, en favor de naturalezas y figuras que transmiten serenidad. Así se manifiesta en la parábola del samaritano, donde los pinceles atrapan la caridad de quien detiene su camino para atender al hombre apaleado y desvalido, de modo que la imagen se hace eco de las palabras que encabezan el relato bíblico: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente. Y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10,27).
María Rodríguez Velasco
Profesora de Historia del arte,
Universidad CEU San Pablo, Madrid
El Buen Samaritano, Ca. 1562, Jacopo Bassano (Ca. 1510-1592), National Gallery, Londres © National Gallery Global Limited/akg-images.
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Simon Vouet (1590-1649) es considerado el pintor francés más importante de la primera mitad del siglo XVII. Antes de regresar a Francia en 1527, permaneció en Italia durante mucho tiempo, donde adquirió prestigio y fama. Establecido en Roma, se casó allí en 1626 con la famosa pintora Virginia da Vezzo, tan notable –se decía– por su ingenio y talento como por su belleza. Una belleza que podemos apreciar porque Simón tomó como modelo a su joven esposa cuando, en el mismo año de su matrimonio, se comprometió a pintar la Santa Cecilia que adorna la portada de este Magnificat.
Su alma es arrebatada
Las fuentes antiguas nos dicen de santa Cecilia que, en la época del emperador Marco Aurelio, pertenecía a una noble familia romana, los Cecilii. Siendo cristiana, se compromete con un joven llamado Valeriano, a quien convierte al cristianismo. Después de su boda, habiéndose negado a sacrificar a las divinidades paganas, sufrieron juntos el martirio alrededor del año 220. Sin embargo, diversas tradiciones añaden que durante su boda –o, según otros, durante su martirio– Cecilia cae en éxtasis, embelesada por la música de los cielos. Este privilegio le valió el derecho a ser elegida patrona de los músicos, ya fueran compositores, intérpretes o fabricantes de instrumentos. Finalmente, en el siglo XIII, en su Leyenda Dorada, el beato Santiago de la Vorágine reunió, enriqueció y desarrolló todas las tradiciones que la concernían en una hermosa historia en la que los artistas no dejaron de inspirarse.
Aquí contemplamos a Cecilia, presa del éxtasis. Con la mirada puesta en el cielo, está paralizada en una actitud contemplativa. Ha dejado de tocar el órgano. Sus labios están cerrados, ya no canta. Ni una palabra, ni un gesto, ya casi no está en la tierra; su alma es arrebatada cuando se le concede participar en la armonía divina de la música celestial. Desde los dedos de Cecilia, que se despegan del teclado, en la parte inferior derecha, el artista traza una diagonal que estructura su obra y significa el paso de lo terrenal a lo celestial. Pasando por los ojos de la santa, luego en la parte superior izquierda por los querubines, esta diagonal sigue la mirada de Cecilia, que llega hasta lo más alto de los cielos, hasta el más allá, donde una música inefable celebra eternamente la belleza suprema de Aquel que está más allá de todo. Y he aquí que a Cecilia se le concede la gracia divina de unir el canto de su corazón con el coro de los ángeles y los elegidos glorificados.
La transfiguración de la música
Al mostrar una jerarquía en tres niveles de música, la obra de Simon Vouet se concibe como una catequesis litúrgica. En la parte más baja, representada aquí por el órgano, se encuentra la música instrumental, en la que el sonido proviene de instrumentos materiales. Luego, en un escalón más arriba, la música vocal, o mejor aún, la música coral –varias voces cantando juntas al unísono–, donde el sonido proviene de personas humanas creadas a imagen de Dios y, aún más, hijos e hijas de Dios, coherederos del reino de los cielos con su hermano Jesucristo, el Hijo de Dios. Y, finalmente, en el nivel superior –sugerido aquí por los querubines, pero situado más allá de la representación–, aparece la música celestial que procede de la contemplación eterna de la belleza de Dios y de la comunión perfecta con su ser.
Esta imagen nos enseña que puede haber –que debe haber– una continuidad armoniosa entre la música coral, cantada a coro con un solo corazón, y la inefable música celestial que pretende prefigurar. Esto se realiza eficazmente cuando el canto coral se convierte en una oración que ofrece toda la vida humana en comunión con la Eucaristía de Cristo Jesús y la transforma en alabanza al Padre. Así pues, cuando nuestro Magnificat nos ofrece unirnos cada día a la gran oración de la Iglesia, cuando cada mañana y cada tarde cantamos sus himnos unidos en un solo corazón a todos los bautizados, ¿acaso no se le da a nuestra voz el privilegio de entrar en el coro de la comunión de los santos y recibir un anticipo de la música celestial?
Pierre-Marie Dumont
[Traducido del original francés por Pablo Cervera Barranco]
• Santa Cecilia (Ca. 1626), Simon Vouet (1590-1649), Austin (EE.UU.), Universidad de Texas, Museo de Arte Blanton. © akg-images/Álbum.